La casa del susurró

La Casa del Susurro Capítulo 10: Donde nació el fuego

La mansión Delacroix estaba en calma, pero Clara no lo estaba.

Desde que enfrentó a “Nadie”, algo había cambiado. El fuego en ella ya no ardía como poder, sino como pregunta. ¿De dónde venía? ¿Quién lo encendió por primera vez? ¿Y por qué había sido ella la elegida?

Élise le entregó un libro antiguo, escrito en un idioma que solo el fuego podía leer. Clara lo tocó, y las palabras se encendieron.

> “El fuego no nació en el mundo. El mundo nació en el fuego.”

La frase la persiguió durante días. Hasta que, una noche, el diario rojo escribió solo:

> “Ve al lugar donde no hay tiempo. Donde el fuego aún canta su primer nombre.”

Lucien quiso acompañarla, pero Clara sabía que este viaje era solo suyo. Anya la abrazó sin palabras. Mateo le entregó un lienzo en blanco. Élise le dio una piedra negra, que no ardía, pero pesaba como memoria.

Clara cruzó el umbral.

No fue un portal. Fue una decisión.

El lugar donde llegó no tenía forma. Era luz sin dirección. Sonido sin eco. Allí, el fuego no era llama. Era conciencia. Era origen.

Y allí, Clara vio.

Vio a la primera portadora: una mujer sin rostro, que caminaba entre estrellas apagadas. Vio el primer susurro: una palabra que encendió el universo. Vio el guardián antes de ser deseo. Vio la sombra antes de ser reflejo. Vio a sí misma… antes de ser Clara.

—¿Qué soy? —preguntó.

Una voz respondió. No era voz. Era fuego.

—Eres lo que recuerda. Lo que enseña. Lo que arde sin destruir.

Clara lloró. No por tristeza. Por comprensión.

El fuego le mostró su legado: Anya, convertida en maestra. Lucien, guardián de equilibrio. Mateo, pintor de futuros. Élise, protectora de memoria. Y ella… ella como llama que no necesita cuerpo.

—¿Debo quedarme aquí? —preguntó.

—No. Debes volver. Porque el fuego no se guarda. Se comparte.

Clara despertó en la mansión.

El diario rojo estaba cerrado.

La piedra negra, convertida en ceniza.

El lienzo de Mateo, ahora lleno: mostraba a Clara caminando entre niños que aprendían a encender su fuego sin miedo.

Anya la esperaba en el jardín.

—¿Lo viste todo? —preguntó.

Clara sonrió.

—No todo. Pero lo suficiente.

Anya tomó su mano.

—Entonces enséñame.

Clara escribió en el diario rojo, por última vez:

> “El fuego no es mío. Es nuestro. Y mientras alguien lo recuerde… nunca se apagará.”

La casa susurró.

Pero esta vez, no con advertencia.

Con gratitud.

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