La mansión Delacroix estaba más viva que nunca.
Desde que Clara regresó del origen del fuego, los portadores se reunían cada semana para compartir memorias, entrenar sus llamas y aprender a escuchar los susurros sin miedo. El fuego ya no era secreto. Era lenguaje. Era herencia.
Clara caminaba por los pasillos con una serenidad nueva. No porque el peligro hubiera desaparecido, sino porque había aprendido a convivir con él. El fuego no se apaga. Se transforma.
Anya la seguía de cerca. Ya no como niña. Como heredera.
—¿Cómo sabré que estoy lista? —preguntó una tarde, mientras el sol teñía de ámbar las cortinas del salón principal.
Clara sonrió.
—Cuando el fuego te hable sin palabras. Cuando arda sin quemar. Cuando recuerdes sin miedo.
Anya asintió. Su llama brillaba en la palma de su mano. Pequeña. Firme.
Mateo pintaba en silencio. Su nuevo lienzo mostraba una casa que no existía. No tenía puertas. No tenía ventanas. Solo un tejado flotante y raíces que se extendían hacia el cielo.
—¿Dónde está esa casa? —preguntó Élise.
Mateo no respondió. Pero Clara lo supo.
—No está en el mundo. Ni en el sueño. Está en el susurro.
Esa noche, Clara soñó con la casa.
No tenía forma. No tenía tiempo. Pero susurraba. No su nombre. El de Anya.
Al despertar, Clara entendió.
—La casa la llama. No para destruirla. Para probarla.
Lucien la miró con tristeza.
—¿Y tú?
—Yo ya fui llamada. Ahora soy eco.
Anya se preparó. No con armas. Con memoria. Con fuego. Con amor.
Clara le entregó el diario rojo.
—Es tuyo ahora. Escribe lo que ardas. Lo que enseñes. Lo que recuerdes.
Anya lo tomó. Su marca brilló. La casa del susurro se encendió en el horizonte. No como amenaza. Como destino.
Clara la vio partir.
No con miedo.
Con gratitud.
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