La casa del susurró

La Casa del Susurro Capítulo 12: La casa sin puertas

Anya caminó sola.

La casa que Mateo había pintado no tenía coordenadas, pero el fuego en su pecho la guiaba. Cada paso la alejaba del mundo conocido. Cada susurro la acercaba a algo que no podía nombrar.

El diario rojo pesaba en su mochila. No por su tamaño. Por su historia.

Clara lo había escrito con llama. Ahora le tocaba a ella escribir con ceniza.

La casa apareció al anochecer.

No tenía puertas. No tenía ventanas. Solo un tejado flotante y raíces que se extendían hacia el cielo. Anya no entró. Fue absorbida.

Dentro, no había habitaciones. Había recuerdos.

El primero fue suyo: su madre, protegiéndola con un círculo de sal, cantando en un idioma que Anya aún no comprendía.

El segundo fue de Clara: enfrentando a Aurelien en el sueño, con fuego en los ojos y compasión en el alma.

El tercero… no era de nadie.

Era del fuego.

Una memoria sin rostro. Un susurro sin voz. Un deseo sin forma.

Anya entendió: la casa no era prueba. Era espejo.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó.

La casa respondió con silencio.

—¿Qué debo hacer?

El techo comenzó a descender. Las raíces se elevaron. El espacio se cerró. No como amenaza. Como abrazo.

Anya cayó de rodillas. El fuego en ella se apagó.

Y entonces, lo escuchó.

No con los oídos. Con la memoria.

> “No eres Clara. No eres sombra. No eres reflejo. Eres llama nueva. Y lo nuevo no se repite. Se reinventa.”

Anya se levantó.

El fuego volvió.

Pero no era rojo.

Era blanco.

Puro.

Silencioso.

La casa se deshizo. No en ruinas. En luz.

Anya despertó en el bosque.

El diario rojo estaba abierto.

Una sola frase escrita con su letra:

> “Soy fuego que no arde. Soy llama que no repite. Soy susurro que no teme.”

Clara la esperaba en la verja de la mansión.

No como maestra.

Como testigo.

Anya sonrió.

Y el fuego… cantó.

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