La mansión Delacroix estaba en calma, pero el fuego blanco de Anya no lo estaba.
Desde su regreso de la casa sin puertas, algo había cambiado. No solo en ella. En el aire. En los espejos. En los susurros. El fuego blanco no ardía. Iluminaba. Y lo que iluminaba… comenzaba a despertar.
Clara lo notó primero.
—Tu fuego no responde como el mío —dijo una tarde, mientras observaban el jardín—. No enseña. Revela.
Anya no entendía del todo. Pero lo sentía. Cada vez que tocaba el diario rojo, las palabras se borraban. No por olvido. Por transformación.
Mateo pintó una escena inquietante: una llama flotando sobre un lago negro, rodeada de figuras sin rostro. En el centro, una niña que no era Anya. Pero tenía su fuego.
—¿Quién es? —preguntó Élise.
Mateo solo dijo una palabra: “Primera.”
Clara palideció.
—La llama original. La que encendió el fuego antes de que existiera el mundo. La que no pertenece a ninguna línea. La que no fue elegida… porque ella eligió arder.
Anya sintió el llamado.
No en palabras.
En silencio.
Viajó sola.
El fuego blanco la guiaba hacia un bosque que no aparecía en ningún mapa. Allí, encontró una cabaña de piedra, cubierta de musgo, sin puertas ni ventanas. Dentro, una niña dormía. Su piel era gris. Su cabello, blanco. Su fuego… invisible.
Anya se acercó.
La niña abrió los ojos.
—¿Eres tú? —preguntó.
—No. Soy después —respondió Anya.
La niña sonrió.
—Entonces enséñame a arder sin miedo.
Anya entendió: no era portadora. Era origen. Pero había olvidado cómo encenderse.
Durante tres días, Anya compartió memorias. No suyas. De Clara. De Mateo. De Élise. De todos los que habían ardido antes. La niña escuchaba. No con los oídos. Con la llama.
Al cuarto día, la niña lloró.
Y su fuego se encendió.
No blanco.
No rojo.
Transparente.
Una llama que no se veía, pero se sentía.
Anya escribió en el diario rojo, que ahora respondía a su fuego:
> “La llama sin nombre ha despertado. No para enseñar. Para recordar lo que aún no ha sido.”
Clara la recibió en la mansión.
—¿Y ahora? —preguntó.
Anya sonrió.
—Ahora el fuego no tiene forma. Tiene propósito.
La niña sin nombre se quedó en la cabaña. No como amenaza. Como faro.
Y cada noche, la mansión susurraba.
No con miedo.
Con posibilidad.
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