La casa del susurró

La Casa del Susurro Capítulo 14: El susurro que no arde

La mansión Delacroix estaba en silencio.

No por ausencia.

Por respeto.

Desde que Anya regresó con el fuego blanco y despertó a la niña sin nombre, algo había cambiado. Los portadores ya no entrenaban para defenderse. Entrenaban para comprender. El fuego había dejado de ser arma. Ahora era puente.

Clara caminaba por los pasillos como sombra amable. Ya no ardía. Su llama se había convertido en memoria. Tocaba objetos y les devolvía historia. Sus palabras eran susurros que enseñaban sin imponer.

—¿Cómo se siente no arder? —preguntó Anya una tarde.

Clara sonrió.

—Como ser viento que recuerda haber sido incendio.

Mateo pintaba menos. No por falta de inspiración. Porque cada trazo ahora era una oración. Sus cuadros eran silencios que hablaban. Élise cuidaba la cabaña donde dormía la niña sin nombre, que comenzaba a despertar por fragmentos. No hablaba. Pero sus ojos encendían espejos.

Una noche, Anya escuchó su primer susurro como maestra.

No vino del diario rojo.

Vino del aire.

> “Hay una llama que no quiere ser encendida. Pero si no arde… el mundo se enfría.”

Anya entendió: no todos los fuegos desean despertar. Algunos temen. Algunos resisten. Algunos duermen por elección.

La señal venía de una ciudad sin nombre, en un país que no existía. Mateo pintó el lugar: una torre de cristal rodeada de agua negra. En su cima, una figura encapuchada sostenía una vela apagada.

—¿Quién es? —preguntó Élise.

—La llama que se niega —respondió Clara.

Anya viajó sola.

La torre no tenía puertas. Pero el fuego blanco la abrió.

Dentro, encontró a un hombre joven, de rostro oculto, que sostenía la vela como si fuera castigo.

—¿Por qué no la enciendes? —preguntó.

—Porque si ardo… recordaré.

Anya se acercó. No con fuego. Con silencio.

—Entonces recuerda conmigo.

El hombre lloró. La vela se encendió. No con llama. Con luz líquida.

Y en ese instante, Anya comprendió: el fuego blanco no enciende. Invita.

Regresó a la mansión.

La niña sin nombre la esperaba en el jardín.

—¿Y ahora? —preguntó con voz por primera vez.

Anya sonrió.

—Ahora el fuego no necesita llamas. Solo almas dispuestas.

Clara escribió en el diario rojo, aunque ya no ardía:

> “El fuego ha aprendido a escuchar. Y lo que escucha… transforma.”

La mansión susurró.

No con urgencia.

Con ternura.

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