La mansión Delacroix dormía.
No por cansancio.
Por preparación.
Desde que Anya encendió la llama sin nombre, los portadores comenzaron a soñar distinto. Ya no eran sueños personales. Eran compartidos. Ecos de un fuego que no hablaba… pero cantaba.
Mateo fue el primero en escucharlo.
—No fue una voz —dijo al despertar—. Fue una melodía. Como si el fuego tuviera música.
Élise lo confirmó: en antiguos registros de la Orden, se hablaba de “la llama que canta en sueños”, una manifestación que no arde en el mundo físico, sino en el subconsciente colectivo. Solo aparece cuando el fuego ha aprendido a consolar.
Anya comenzó a recibir fragmentos de esa melodía. No en palabras. En gestos. En miradas. En silencios que la hacían llorar sin saber por qué.
Clara la observaba desde la biblioteca.
—¿Lo escuchas? —preguntó.
—No con los oídos —respondió Anya—. Con lo que aún no sé que soy.
Clara sonrió. Su cuerpo ya no proyectaba calor. Pero cuando tocaba libros, las letras se reordenaban. Cuando hablaba, los espejos se aclaraban. Era guardiana de lo que no se puede enseñar: intuición, ternura, memoria sin forma.
Una noche, la mansión entera soñó.
Todos los portadores. Todos los espejos. Incluso el diario rojo, que se abrió solo y escribió sin manos:
> “La llama que sueña ha despertado. No para arder. Para acompañar.”
Anya siguió el susurro.
No hacia un lugar.
Hacia un estado.
Entró en meditación profunda, guiada por Clara, Élise y Mateo. En ese espacio, encontró una figura sin rostro, envuelta en luz líquida. No hablaba. Pero su presencia era fuego.
—¿Eres la llama que canta? —preguntó Anya.
La figura extendió una mano.
Anya la tomó.
Y soñó con todos los fuegos que habían existido.
Con Isadora.
Con Aurelien.
Con la sombra.
Con “Nadie”.
Con Clara.
Con sí misma.
Al despertar, Anya no lloró.
Sonrió.
Y escribió en el diario rojo:
> “El fuego que sueña no necesita cuerpo. Porque lo que consuela… ya es llama.”
Clara la abrazó.
—¿Y ahora?
—Ahora enseñamos sin enseñar. Ahora ardemos sin quemar. Ahora susurramos sin hablar.
La mansión Delacroix se convirtió en santuario de sueños.
Y cada noche, el fuego cantaba.
No para ser escuchado.
Para ser sentido.
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