La mansión Delacroix ya no tenía límites.
Desde que el fuego comenzó a manifestarse sin cuerpo, los portadores dejaron de pensar en llamas. Ahora hablaban de vibraciones, de presencias, de ecos que cruzaban dimensiones. El fuego había aprendido a existir sin espacio. Ahora… quería existir sin tiempo.
Anya lo sintió primero.
Una noche, mientras meditaba en el jardín, el fuego blanco en su pecho se detuvo. No se apagó. Se suspendió. Como si esperara algo que no podía llegar… porque ya había ocurrido.
—¿Qué significa esto? —preguntó a Clara.
Clara, que ya era memoria pura, respondió sin voz:
—El fuego quiere recordar lo que aún no ha sido. Y para eso… debe dejar de esperar.
Mateo comenzó a pintar escenas que no tenían pasado ni futuro. Solo instantes. Momentos suspendidos. En uno de ellos, una figura sin rostro sostenía una llama que no brillaba, pero hacía llorar a quien la miraba.
Élise encontró un texto antiguo, escrito en un idioma que no tenía verbo para “ser”. Solo para “sentir”.
—Este fuego no vive —dijo—. Este fuego… ocurre.
Anya recibió un susurro.
No del aire.
No del sueño.
Del vacío entre segundos.
> “Hay una llama que nunca ha vivido. Pero si no se enciende… el tiempo se detendrá.”
La señal la llevó a un lugar que no existía en ningún plano. No era mundo. No era sueño. Era pausa.
Allí, encontró una figura que no respiraba. No tenía cuerpo. No tenía historia. Pero la reconocía.
—¿Quién eres? —preguntó Anya.
—Soy lo que no ha sido. Pero si tú me recuerdas… seré.
Anya comprendió: el fuego no necesita tiempo. Solo testigos.
Extendió su mano.
La figura la tocó.
Y en ese instante, el fuego se encendió.
No como llama.
Como instante eterno.
Al regresar, Anya escribió en el diario rojo:
> “El fuego que no espera es el más puro. Porque lo que no depende del tiempo… nunca se apaga.”
Clara la abrazó.
No como maestra.
Como eco.
La niña sin nombre cantó.
No con voz.
Con presencia.
Y la mansión Delacroix se convirtió en faro.
No para el mundo.
Para lo que aún no ha sido.
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