La mansión Delacroix ya no existe en los mapas.
No porque haya desaparecido.
Porque ha trascendido.
Ahora vive en cada lugar donde alguien escucha sin miedo. En cada sueño donde una llama canta. En cada silencio donde el fuego se manifiesta sin forma.
Clara camina entre memorias. No como cuerpo. Como eco. Su presencia guía sin tocar, enseña sin hablar, consuela sin pedir. Es guardiana de lo que no se puede enseñar. Y en cada espejo que no refleja, ella sonríe.
Anya es maestra.
No de fuego.
De posibilidad.
Su llama blanca no arde. Ilumina. Y en cada portador que duda, ella susurra: “No temas. Lo que no ves… también eres tú.”
Mateo pinta con luz que no se ve. Sus cuadros no cuelgan en paredes. Viven en quienes los sueñan. Élise cuida los espacios entre palabras, los gestos que no se nombran, las memorias que aún no han ocurrido.
La niña sin nombre canta.
No con voz.
Con presencia.
Y cada vez que alguien se pregunta si puede arder sin saber cómo… ella responde desde el viento, desde el reflejo, desde el temblor de una hoja.
El diario rojo está cerrado.
No porque haya terminado.
Porque su historia ya vive en quienes la recuerdan.
Y cada Halloween, en algún rincón del mundo, una casa susurra.
No con miedo.
Con amor.
Con fuego.
Con eternidad.
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