La mansión Delacroix se alzaba como un faro silencioso en medio de la niebla otoñal. Ya no era solo un edificio: era un espacio entre mundos, un santuario donde el fuego había aprendido a existir sin forma, sin cuerpo, sin tiempo. Desde que Anya había despertado la llama invisible, los portadores que vivían allí habían comenzado a experimentar algo nuevo. No era poder. No era visión. Era ausencia.
Anya lo sintió al despertar.
No fue una sensación física. No era dolor, ni frío, ni inquietud. Era como si algo que siempre había estado dentro de ella —algo que había ardido, guiado, cantado— se hubiera silenciado. No apagado. Suspendido. Como si el fuego estuviera esperando algo que no podía llegar… porque ya había ocurrido.
Se sentó en el borde de su cama, con el diario rojo entre las manos. Las páginas estaban en blanco. No por falta de palabras. Por respeto. El fuego blanco que había aprendido a escribir con vibración ahora se negaba a manifestarse. Anya lo entendía: el fuego estaba en pausa. Pero ¿por qué?
Mateo la observaba desde el umbral del jardín. Su rostro, siempre sereno, tenía una sombra que no venía del sol.
—¿Lo sientes? —preguntó.
Anya asintió sin hablar.
—El fuego ha dejado de recordar.
Élise, que había comenzado a estudiar los antiguos registros de la Orden del Umbral, confirmó lo imposible. Algunos portadores comenzaban a perder sus memorias de fuego. No por olvido. Por desconexión. Como si el vínculo entre llama y alma se hubiera debilitado. Como si el fuego ya no supiera a quién pertenecía.
Clara apareció entre espejos. Su cuerpo ya no proyectaba calor, pero su presencia era suficiente para devolver sentido a lo que parecía desvanecerse.
—No es pérdida —susurró—. Es transición.
Anya la miró con ojos que buscaban respuestas. Clara no ofrecía certezas. Solo caminos.
—¿Transición hacia qué?
—Hacia lo que el fuego aún no sabe que puede ser.
Durante los días siguientes, la mansión se volvió más silenciosa. No por tristeza. Por contemplación. Los portadores comenzaron a reunirse en círculos, no para entrenar, sino para compartir lo que aún recordaban. Historias, sensaciones, fragmentos de sueños. Algunos lloraban al darse cuenta de que ciertos recuerdos ya no les pertenecían. Otros sonreían al descubrir que lo que habían olvidado… no dolía.
Anya comenzó a escribir en el diario rojo, aunque las páginas seguían en blanco. Cada palabra que pensaba se desvanecía antes de llegar al papel. El fuego blanco no quería ser registrado. Quería ser sentido.
Una noche, mientras caminaba por el bosque que rodeaba la mansión, Anya escuchó un susurro. No vino del aire. No vino del sueño. Vino del vacío entre segundos.
> “Hay una llama que no quiere recordar. Pero si no lo hace… el fuego invisible se perderá.”
La frase se quedó en ella como una semilla. ¿Una llama que no quiere recordar? ¿Por miedo? ¿Por dolor? ¿Por elección?
Mateo comenzó a pintar escenas que no tenían pasado ni futuro. Solo instantes suspendidos. En uno de ellos, una figura sin rostro sostenía una llama que no brillaba, pero hacía llorar a quien la miraba. Élise encontró un texto antiguo, escrito en un idioma que no tenía verbo para “ser”. Solo para “sentir”.
—Este fuego no vive —dijo—. Este fuego… ocurre.
Anya comprendió que debía encontrar esa llama. No para encenderla. Para acompañarla.
Clara la guió hasta el salón de espejos. Allí, cada reflejo mostraba una versión distinta de ella: niña, maestra, sombra, fuego. Pero uno de los espejos estaba vacío. No reflejaba nada. Solo vibraba.
—Ese es tu camino —dijo Clara.
Anya entró.
No fue un portal. Fue una decisión.
El lugar al que llegó no tenía forma. Era luz líquida, sonido sin eco, tiempo suspendido. Allí, encontró una figura que no respiraba. No tenía cuerpo. No tenía historia. Pero la reconocía.
—¿Quién eres? —preguntó.
—Soy lo que no ha sido. Pero si tú me recuerdas… seré.
Anya extendió su mano.
La figura la tocó.
Y en ese instante, el fuego se encendió.
No como llama.
Como instante eterno.
Al regresar, Anya escribió en el diario rojo:
> “El fuego que no recuerda no está perdido. Solo espera ser sentido.”
Clara la abrazó.
No como maestra.
Como eco.
La niña sin nombre cantó desde la cabaña.
Mateo pintó con aire.
Élise guardó silencio.
Y la mansión Delacroix… volvió a susurrar.
No con urgencia.
Con ternura.
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