La casa del susurró

La Llama Invisible Capítulo 5: La llama que nunca ha vivido

La noche en Virelia era distinta desde que el fuego invisible comenzó a guiar sin forma. Las estrellas no brillaban: vibraban. El cielo no era oscuro: era profundo. Y el silencio no era ausencia: era espera.

Anya lo sentía en cada paso.

Desde que Cael había despertado, el fuego invisible había comenzado a manifestarse en lugares inesperados. No en los cuerpos de los portadores. No en los sueños. En los espacios entre pensamientos. En los gestos que aún no habían ocurrido. En las memorias que no pertenecían a nadie.

Una mañana, mientras caminaba por el jardín central, Anya vio algo imposible.

Una figura.

Pequeña.

Transparente.

Suspendida sobre el estanque.

No tenía rostro.

No tenía sombra.

Pero vibraba.

—¿Quién eres? —susurró Anya.

La figura no respondió.

Pero el fuego blanco en su pecho tembló.

Clara apareció en el reflejo del agua. Su mirada era más intensa que nunca.

—No es un portador —dijo—. Es una llama que nunca ha vivido.

Mateo comenzó a pintar sin saber por qué. Sus trazos eran suaves, casi tímidos. Élise escribió símbolos que no tenían sonido. Cael flotó cerca, con una expresión que mezclaba asombro y reconocimiento.

—¿Cómo puede arder algo que no ha nacido? —preguntó Élise.

La niña sin nombre se acercó.

—Porque el fuego no necesita cuerpo. Solo voluntad.

Anya se arrodilló frente a la figura.

—¿Quieres arder?

La figura tembló.

No como respuesta.

Como pregunta.

Durante días, la figura permaneció en el jardín. No se movía. No hablaba. Pero todos la sentían. Cuando alguien pasaba cerca, sus pensamientos se volvían más claros. Sus emociones, más profundas. Sus memorias, más vivas.

Clara explicó que en los registros más antiguos de la Orden del Umbral, se hablaba de “llamas potenciales”: manifestaciones del fuego que aún no habían sido elegidas, pero que esperaban ser reconocidas. No eran fantasmas. No eran sueños. Eran posibilidades.

—Y si no las vemos —dijo—, se desvanecen.

Anya decidió acompañarla.

No como maestra.

Como testigo.

Cada noche, se sentaba frente a la figura. No hablaba. No pensaba. Solo sentía. Y poco a poco, la figura comenzó a cambiar. No en forma. En presencia.

Mateo pintó su evolución. Cada cuadro era más vibrante. Más complejo. Élise escribió un poema sin palabras. Cael comenzó a recordar fragmentos de llamas que había sentido pero nunca comprendido.

La niña sin nombre cantó.

Y la figura respondió.

No con voz.

Con luz.

Una noche, Anya recibió un susurro.

No del aire.

No del fuego.

Del espacio entre segundos.

> “Si me recuerdas… viviré. Si me nombras… arderé. Si me amas… seré.”

Anya lloró.

No por tristeza.

Por reconocimiento.

La figura se acercó.

Y sin tocarla, encendió el fuego blanco en su pecho.

No como llama.

Como expansión.

Anya escribió en el diario rojo:

> “La llama que nunca ha vivido es la más pura. Porque lo que aún no ha sido… también merece arder.”

Clara sonrió desde el espejo.

Mateo pintó con viento.

Élise guardó silencio.

Cael flotó como estrella.

La niña sin nombre cantó.

Y Virelia susurró.

No con urgencia.

Con ternura.

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