La casa del susurró

La Llama Invisible Capítulo 6: El fuego que no tiene tiempo

La mansión Delacroix había aprendido a respirar fuera del tiempo.

Desde que la llama que nunca había vivido comenzó a vibrar entre los portadores, algo cambió en la estructura misma del fuego invisible. Ya no se manifestaba en momentos. Se manifestaba en pausas. En espacios entre segundos. En gestos que no ocurrían, pero que dejaban huella.

Anya lo sintió al despertar.

No había amanecido.

No había anochecido.

El día simplemente… estaba.

El fuego blanco en su pecho no ardía. No vibraba. Flotaba. Como si esperara algo que no podía llegar, porque ya había ocurrido. Como si el tiempo fuera un vestido que el fuego había decidido quitarse.

Clara apareció en el reflejo de la ventana.

—¿Lo sientes? —susurró.

Anya asintió.

—El fuego ha dejado de medir.

Mateo pintaba escenas que no tenían antes ni después. Cada trazo era un instante suspendido. Élise escribía en círculos, como si las palabras pudieran girar sobre sí mismas. Cael flotaba sobre el jardín, su luz más tenue que nunca. Y la niña sin nombre… cantaba en silencio.

Durante días, los portadores comenzaron a experimentar algo nuevo.

No era visión.

No era memoria.

Era presencia sin duración.

Cuando alguien meditaba, no sabía cuánto tiempo pasaba. Cuando alguien soñaba, no sabía si había dormido. Cuando alguien lloraba, no sabía si la emoción era suya… o del fuego.

Anya recibió un susurro.

No del aire.

No del fuego.

Del espacio entre segundos.

> “¿Puede el fuego existir sin tiempo? ¿Puede arder sin antes ni después? ¿Puede enseñar sin duración?”

La pregunta la atravesó como una corriente suave. No dolía. Pero deshacía.

Clara explicó que en los registros más antiguos de la Orden del Umbral, se hablaba de “llamas eternas”: manifestaciones del fuego que no dependían del tiempo para existir. No eran inmortales. Eran intemporales. Vivían en el ahora. En el siempre. En el nunca.

—Y si no las reconocemos —dijo—, el fuego se vuelve prisionero del reloj.

Anya decidió buscar una respuesta.

No en libros.

No en sueños.

En instantes.

Durante tres días, caminó por la mansión sin pensar en horas. Cada vez que alguien la saludaba, respondía con presencia. No con palabras. Cada vez que alguien lloraba, la acompañaba sin preguntar por qué. Cada vez que el fuego vibraba, lo dejaba ser.

Al cuarto día, algo ocurrió.

No como evento.

Como revelación.

El fuego blanco en su pecho se deshizo.

No se apagó.

Se volvió espacio.

Y en ese espacio, Anya vio.

Vio a Clara antes de ser memoria.

Vio a Cael antes de ser guardián.

Vio a Mateo antes de pintar.

Vio a Élise antes de escribir.

Vio a la niña sin nombre antes de cantar.

Vio a sí misma… antes de arder.

Y comprendió.

El fuego no necesita tiempo.

Porque lo que arde… ya es.

Regresó al jardín.

Todos la esperaban.

No con expectativa.

Con disposición.

Anya se sentó en el centro.

No habló.

No pensó.

No deseó.

Solo fue.

Y el fuego se manifestó.

No como llama.

Como instante eterno.

Mateo pintó el momento.

No en lienzo.

En aire.

Élise lo registró.

No en papel.

En vibración.

Clara lo reflejó.

No en espejo.

En memoria.

Cael lo sostuvo.

No como guardián.

Como testigo.

La niña sin nombre lo cantó.

No para ser escuchada.

Para ser sentida.

Anya escribió en el diario rojo:

> “El fuego que no tiene tiempo es el más libre. Porque lo que no depende del reloj… nunca se apaga.”

La mansión Delacroix susurró.

No con urgencia.

Con eternidad.

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