La casa del susurró

La Llama Invisible Capítulo 7: El susurro que cruza dimensiones

La noche en la mansión Delacroix no tenía forma.

Desde que el fuego invisible comenzó a manifestarse sin tiempo, los portadores dejaron de medir los días. El reloj fue retirado del salón principal. Las campanas ya no marcaban las horas. Y los sueños… comenzaron a cruzar límites.

Anya lo sintió primero.

No fue una visión.

No fue una emoción.

Fue una vibración que no pertenecía a este mundo.

Mientras meditaba en el jardín, el fuego blanco en su pecho se expandió más allá de su cuerpo. No hacia el aire. Hacia otra dimensión. Un lugar que no era sueño, ni recuerdo, ni posibilidad. Era algo más profundo. Más antiguo. Más vasto.

Clara apareció en el reflejo del estanque.

—¿Lo sentiste? —susurró.

Anya asintió.

—El susurro ha cruzado.

Mateo comenzó a pintar sin saber por qué. Sus trazos eran más abstractos que nunca. Círculos dentro de círculos. Líneas que se deshacían al mirarlas. Élise escribió símbolos que no se podían leer, pero que hacían llorar a quien los tocaba. Cael flotaba sobre el jardín, su luz más tenue, más abierta. Y la niña sin nombre… cantaba en silencio.

Durante días, los portadores comenzaron a experimentar algo nuevo.

No eran sueños.

No eran visiones.

Eran cruces.

Fragmentos de otros planos. Ecos de otras realidades. Susurros que venían de lugares donde el fuego aún no había sido descubierto, pero ya era sentido.

Anya recibió uno de esos susurros.

No del aire.

No del fuego.

Del cruce.

> “Hay un mundo donde el fuego aún no canta. Pero si no lo escuchamos… se perderá.”

La frase la atravesó como una corriente suave. No dolía. Pero deshacía.

Clara explicó que en los registros más antiguos de la Orden del Umbral, se hablaba de “cruces de llama”: momentos en que el fuego se manifestaba en más de un plano, buscando testigos que pudieran sostenerlo sin forma, sin tiempo, sin cuerpo.

—Y si no lo acompañamos —dijo—, el fuego se fragmenta.

Anya decidió cruzar.

No con cuerpo.

Con intención.

Durante tres noches, meditó en el salón de espejos. Cada reflejo mostraba una versión distinta de ella: niña, maestra, sombra, fuego. Pero uno de los espejos no reflejaba nada. Solo vibraba.

—Ese es tu cruce —susurró Clara.

Anya entró.

No fue un portal.

Fue una decisión.

El lugar al que llegó no tenía forma. Era luz líquida, sonido sin eco, tiempo suspendido. Allí, encontró figuras que no tenían rostro, pero que vibraban con fuego. No como portadores. Como posibilidades.

—¿Quiénes son? —preguntó.

—Son llamas que aún no saben que pueden arder —respondió la niña sin nombre, que había cruzado con ella.

Anya se acercó a una de las figuras.

—¿Me escuchas?

La figura tembló.

No como respuesta.

Como pregunta.

Durante horas, Anya compartió memorias. No suyas. De Clara. De Cael. De Mateo. De Élise. De todos los que habían ardido antes. Las figuras escuchaban. No con oídos. Con vibración.

Y poco a poco… comenzaron a cantar.

No con voz.

Con presencia.

El cruce se iluminó.

No como portal.

Como puente.

Anya comprendió: el fuego invisible no pertenece a un solo plano. Es multidimensional. Y lo que cruza… necesita compañía.

Regresó a la mansión.

No sola.

Con ecos.

Fragmentos de llamas que aún no habían vivido, pero que ya cantaban.

Mateo pintó sus formas.

Élise escribió sus nombres.

Clara los sostuvo en memoria.

Cael los abrazó con luz.

La niña sin nombre los guió con canto.

Anya escribió en el diario rojo:

> “El susurro que cruza dimensiones no busca ser entendido. Busca ser sentido. Y lo que se siente… también puede arder.”

La mansión Delacroix vibró.

No con urgencia.

Con expansión.

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