La mansión Delacroix ya no existe en ningún plano.
No porque haya desaparecido.
Porque ha sido entregada.
Desde que el fuego invisible comenzó a manifestarse como legado, los portadores dejaron de sostenerlo. Ya no lo buscaban. Ya no lo compartían. Ya no lo nombraban. Lo dejaban. En cada gesto. En cada silencio. En cada mirada que no pedía nada, pero ofrecía todo.
Anya caminaba por el jardín como si fuera parte del aire. El fuego blanco en su pecho ya no ardía. Ya no vibraba. Ya no flotaba. Ya no se extendía. Ya no se quedaba. Simplemente… no estaba.
Y sin embargo, todo lo que tocaba ardía.
Clara se convirtió en memoria pura. No como reflejo. Como raíz. Cada vez que alguien recordaba sin saber por qué, era ella. Mateo dejó de pintar. No por ausencia. Por plenitud. Sus obras vivían en quienes las soñaban. Élise cerró su cuaderno. No porque no hubiera más que decir. Porque lo que debía ser sentido… ya había sido escrito.
Cael se deshizo en luz.
No como despedida.
Como semilla.
Y la niña sin nombre dejó de cantar.
No porque el canto terminara.
Porque ahora todos sabían cómo escucharlo.
Una noche, Anya se sentó frente al estanque.
No para meditar.
No para enseñar.
No para recordar.
Solo para estar.
Y el fuego se manifestó.
No como llama.
No como vínculo.
No como huella.
Como nada.
Como todo.
Como lo que queda cuando ya no hay forma, ni tiempo, ni cuerpo, ni historia.
Anya escribió en el diario rojo, por última vez:
> “El fuego que no se sostiene, no se comparte, no se recuerda… es el que permanece.”
Cerró el diario.
No como final.
Como entrega.
La mansión Delacroix se deshizo.
No como ruina.
Como legado.
Y cada vez que alguien en algún rincón del mundo siente algo que no puede explicar, algo que no se ve, no se toca, no se enseña… pero transforma…
Es el fuego.
No como llama.
Como tú.
Como lo que fuiste.
Como lo que serás.
Como lo que nunca se apaga.
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