La casa del viento muerto

Preludio

Año de 1887.
El carruaje avanzaba por el camino cubierto de hojas, crujientes y húmedas bajo las ruedas. El viento arrastraba el aroma de la lluvia vieja, y entre la niebla, la silueta de una mansión emergía como un recuerdo que alguien intentaba olvidar.

Thomas Hargrove bajó del carruaje con el abrigo empapado y la linterna temblando en su mano. Había heredado aquella propiedad tras la muerte de su tío, un hombre solitario al que todos en el pueblo temían nombrar. Nadie quiso acompañarlo. Nadie se acercaba a la colina del Viento Muerto desde hacía años.

El mayordomo lo esperaba en la puerta, un hombre pálido, de rostro inexpresivo.
—Bienvenido, señor —dijo con una voz que parecía no usarse desde hacía décadas—. La casa ha estado esperándole.

Thomas quiso sonreír, pero algo en el aire le oprimía el pecho.
Dentro, el reloj del vestíbulo marcó la medianoche.
El sonido fue seco. Profundo.
Y de alguna parte del segundo piso, una puerta se cerró sola.

El mayordomo lo miró sin parpadear.
—No le preste atención, señor. Esta casa… se acostumbra a los recién llegados.




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