••••••••••• Capítulo 4 •••••••••••
Durante tres noches, Thomas no durmió.
La mansión se había convertido en un laberinto de ruidos imposibles: pasos que resonaban en pasillos vacíos, susurros detrás de puertas cerradas, respiraciones que no eran suyas y que parecían surgir desde el aire mismo.
El espejo de su habitación… ya no lo reflejaba del todo.
A veces, veía su propio rostro sonriendo cuando él no lo hacía.
Otras veces, la cama aparecía vacía, y el reflejo se sentaba solo, mirándolo desde el otro lado del cristal con una paciencia que lo helaba.
El mayordomo lo había advertido:
—No le responda, señor. No mire demasiado tiempo. Es así como lo atrae.
Pero Thomas ya había cruzado ese límite.
Una noche, mientras la tormenta rugía sobre la colina, un susurro emergió del espejo, suave, dulce y mortal:
—Thomas… ¿aún la recuerdas?
La voz era femenina, cargada de un dolor profundo, y le atravesó el pecho como un cuchillo.
—¿Quién… quién eres? —balbuceó, temblando.
—Soy quien tu tío encerró… y quien tú puedes liberar.
El espejo se nubló y, entre las sombras, surgió el contorno de una joven vestida con ropajes antiguos, los ojos enormes y llenos de tristeza infinita.
—Tu tío me trajo aquí —dijo con voz quebrada—. Prometió devolverme la vida… pero me dejó atrapada. Ahora la llave está contigo, Thomas. Devuélveme la salida.
Él retrocedió, con la linterna temblando como si también sintiera miedo.
—¿Por qué debería creerte?
El reflejo sonrió… y en esa sonrisa no había boca, solo una mueca que dolía mirar.
—Porque si no lo haces… él vendrá por ti.
De repente, el rostro de la mujer se desfiguró; la piel se volvió ceniza, los ojos se hundieron hasta ser pozos vacíos que parecían absorber la luz misma. La superficie del espejo comenzó a resquebrajarse y de las grietas empezó a filtrarse un hilo oscuro, líquido y viscoso, que caía al suelo como sangre negra.
El mayordomo irrumpió en la habitación, pálido, con los dedos temblorosos:
—¡Apártese del espejo! ¡No lo mire!
Pero Thomas ya no podía. Sus ojos estaban pegados al cristal, hipnotizado.
Las voces comenzaron a multiplicarse. Docenas… cientos… gritos que surgían de todas partes, de cada grieta, de cada sombra:
“Devuélvenos la salida…”
“Abre la puerta…”
“Abre…”
Y cuando el espejo finalmente estalló en mil pedazos, un aire gélido llenó la habitación. La oscuridad se tragó todo, y Thomas sintió… dedos helados rozándole la piel, buscando sus ojos, su boca, su alma.
Un susurro final, cercano, dentro de su cabeza:
—Ahora… eres nuestro.