La casa del viento muerto

El regreso de Edward

••••••••••• Capítulo 5 •••••••••••

El silencio que siguió a la ruptura del espejo fue antinatural.
El aire se volvió espeso, casi líquido, y Thomas sintió cómo el suelo bajo sus pies respiraba, latiendo con un pulso propio, como si la mansión entera estuviera viva y consciente de su presencia.

El mayordomo, arrodillado, murmuraba oraciones antiguas que parecían deshacerse en el aire, perdiéndose en la oscuridad.
De los restos del espejo, un vapor negro se elevó, girando lentamente, hasta que tomó la forma de una silueta alta y delgada. Su rostro era un borrón imposible de descifrar, pero la voz… la voz lo heló hasta los huesos.

—Thomas… —susurró—. Siempre fuiste el más curioso de los Hargrove.

Thomas retrocedió, sintiendo el corazón golpeando contra su pecho como un martillo.
—¿Tío Edward?

—No un tío —respondió la sombra—. No desde hace mucho. Lo que fui quedó del otro lado… ahora soy lo que él invocó.

La figura se acercó. El aire olía a hierro, a humedad, a tierra removida de una tumba.
—¿Por qué vuelves? —preguntó Thomas, la voz quebrada—. ¿Qué quieres de mí?
—Quiero volver a sentir —dijo la sombra, y cada palabra parecía desgarrar la garganta invisible que la contenía—. Y para eso… necesito un cuerpo.

El mayordomo se interpuso, levantando una cruz de hierro oxidado, temblando hasta los huesos.
—¡Atrás, Edward! ¡No tendrás su carne!

La sombra soltó una carcajada hueca, que reverberó en las paredes como un eco de locura.
—Oh, Alcott… ¿todavía sirves a los muertos?

El fuego del candelabro se apagó de golpe.
Cuando la luz volvió, el mayordomo yacía en el suelo, los ojos abiertos… vacíos, como si su alma hubiera sido arrancada de golpe.

Thomas gritó y retrocedió hasta la pared, el terror paralizándolo.

La sombra se inclinó hacia él, y la voz goteaba odio y deseo, cada palabra una daga en la mente de Thomas:
—La llave te eligió. La casa me lo prometió. Ahora… tú me abrirás la puerta.

Un dolor punzante atravesó su cabeza. Decenas de voces comenzaron a hablar dentro de su mente:
“Abre la puerta… libéranos… devuélvenos la piel…”

Cayó de rodillas, cubriéndose los oídos, pero las voces no provenían de fuera. Provenían de su reflejo.

El retrato de Edward, colgado frente a él, ya no proyectaba sombra: estaba vacío, hueco.
Y su propio reflejo, atrapado en el trozo más grande del espejo roto, lo miraba… y sonreía con los ojos de su tío.

En ese instante, Thomas comprendió que la mansión no solo quería que abriera la puerta.
Quería que él fuera la puerta.




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