La casa del viento muerto

La última noche del mayordomo

••••••••••• Capitulo 6 •••••••••••

No había luz.
Solo el murmullo del viento arrastrando su propio lamento a través de los corredores, como si la mansión respirara a su manera.

Mr. Alcott no sentía su cuerpo. Creía estar arrodillado, pero el suelo era demasiado frío, y cada intento de respirar le recordaba que ya no tenía pulmones, que ya no era más que un espectro suspendido entre lo real y lo imposible.
Solo silencio.
Y el eco distante de su nombre, pronunciado por una voz que no debería existir:

—Alcott… —susurró la casa—. Siempre supiste cuál era el precio.

Entonces recordó.
Recordó la primera noche, décadas atrás, cuando Edward Hargrove lo contrató.
El espejo cubierto con telas negras, el olor a cera y formol, y la promesa que lo condenó:
“Serás mis ojos cuando yo ya no tenga los míos.”

El mayordomo había servido fielmente, incluso después de la muerte de su amo. Porque en esa casa, morir no significaba irse.
Morir era quedarse, más profundo, atrapado, fundido en la misma piedra y madera que respiraban.

A través de las sombras, vio a Thomas. El joven estaba de pie frente a la puerta sellada, con la llave en la mano. Su cuerpo temblaba, pero sus ojos… no eran suyos.
Eran los ojos de Edward.

Alcott intentó gritar, pero solo un murmullo escapó de su garganta incorpórea.
La casa lo observaba, viva, expectante, disfrutando del instante con un deleite que helaba la sangre.
En las paredes resonaban susurros antiguos:
“Uno debe quedarse. Otro debe abrir. Así vive la casa.”

El alma del mayordomo comprendió entonces su papel final.
No podía salvar a Thomas, pero podía impedir que Edward escapara al mundo exterior.
Avanzó entre las sombras, deshecho y etéreo, moviéndose hacia la puerta.

Thomas—o lo que quedaba de él—giró al sentirlo.
—Alcott… —dijo con una voz que no era suya—. La casa necesita un guardián. Tú lo serás otra vez.

Antes de que Thomas pudiera insertar la llave, Alcott arrojó su espíritu contra él.
Un estallido de luz fría iluminó el pasillo, cegador y helado.
Gritos innumerables salieron de los muros, mezclándose con el viento y la lluvia que ahora parecía traspasar la casa misma.
El mundo se dobló sobre sí mismo, como si la mansión fuera un corazón latiendo dentro del espacio y el tiempo.

Cuando todo terminó, la casa volvió al silencio.
El retrato de Edward estaba completo…
Pero los ojos ya no eran los de Edward.
Eran los de Alcott.

Y en la penumbra, la mansión respiraba satisfecha, lista para esperar al próximo curioso que se atreviera a cruzar sus umbrales.




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