••••••••••• Capitulo 7 •••••••••••
Décadas después, Ravenmoor permanecía envuelta en niebla y un silencio que no era natural.
Edward Langley, joven historiador, llegó buscando los secretos de los Hargrove. La puerta principal estaba entreabierta, invitándolo, como si la mansión misma lo reconociera.
Dentro, los retratos parecían observarlo, siguiendo cada uno de sus pasos con ojos que contenían recuerdos y condenas antiguas. Langley vio en un espejo roto un hombre de rostro pálido y ojos profundos, mirándolo desde el otro lado.
—Bienvenido… —susurró la casa—. La espera terminó.
Langley corrió hacia la habitación del retrato, recordando las notas antiguas que había estudiado: la llave no era para abrir, sino para sellar la puerta. Cada paso que daba hacía que la mansión se retorciera a su alrededor: paredes que respiraban, susurros que se multiplicaban, sombras que se alargaban y lo rozaban como dedos invisibles.
Con mano temblorosa, giró la llave en la cerradura del retrato. Un viento helado surgió de la abertura, arrastrando gritos, llantos y risas atrapadas durante décadas. La puerta tembló violentamente, y el retrato brilló con una luz fantasmal que parecía devorar la habitación.
Cuando la luz se disipó, todo quedó en un silencio absoluto. Alcott estaba de pie, humano otra vez, aunque pálido y exhausto. La puerta estaba cerrada para siempre, y las sombras permanecieron tras el cristal, incapaces de escapar, retorcidas en su prisión eterna.
Langley salió de Ravenmoor con la llave en el bolsillo, consciente de que la mansión seguiría allí, vigilante, esperando al siguiente curioso.
Un último susurro recorrió la niebla, más frío que el viento:
—Hasta que alguien más nos libere…
La mansión quedó inmóvil, cubierta de niebla, un corazón oscuro latiendo bajo sus muros. Cada secreto, cada horror, cada vida atrapada dentro de sus paredes permanecía allí, como si la casa recordara y esperara, paciente, eterna.