••••••••••• Capítulo 8 •••••••••••
La llave nunca debió ser encontrada.
Setenta años después, la niebla volvió a posarse sobre las colinas de Ravenmoor. El pueblo, casi olvidado, apenas conservaba su nombre en un cartel torcido y oxidado.
Nadie hablaba ya de la familia Hargrove. Nadie… salvo Elara, una restauradora de arte llegada desde Londres, portando una carta sin remitente:
“La casa te reclama. Lo que fue sellado, respira de nuevo.”
La frase le resultaba extrañamente familiar, aunque no sabía por qué. Solo sabía que cada noche soñaba con un corredor sin fin y un retrato que la observaba desde las sombras, ojos que parecían seguir cada uno de sus movimientos.
Al cruzar la verja oxidada de Ravenmoor, la niebla se abrió ante ella como si la reconociera, y un frío que no era del viento le recorrió la espalda.
Dentro, el polvo y el tiempo habían cubierto todo… menos un detalle:
el retrato del señor Edward Hargrove, impecable, restaurado por manos invisibles, sus ojos fijos y vigilantes.
Al tocar el marco, un suspiro recorrió la casa, y el aire se volvió denso, cargado de algo antiguo y hambriento.
Desde el espejo roto del vestíbulo surgió una voz que no pertenecía a ningún vivo:
—…nunca debiste cerrar la puerta…
Elara retrocedió, el corazón golpeándole el pecho con fuerza. Su reflejo en el espejo no era suyo.
Era el de un hombre joven, con los mismos ojos que ella. Un apellido perdido: Langley.
Y entonces comprendió la verdad aterradora:
no había venido a estudiar la historia de Ravenmoor…
había venido a terminarla.
La mansión suspiró, oscura y paciente, como un depredador que sabía que la siguiente pieza del juego finalmente había llegado.