La casa del viento muerto

Voces tras el espejo

••••••••••• Capítulo 9 •••••••••••

Elara retrocedió hasta chocar contra la pared.
El espejo vibraba, su superficie temblaba como agua agitada, reflejando un rostro que no era del todo suyo. La voz del hombre —su propio reflejo distorsionado— murmuraba, reptante:

—Devuélvela… antes de que ellos despierten…

Pero la frase se quebró en risas. Risas humanas… y algo más. Un sonido húmedo y áspero que se arrastraba por los muros.

Desde el pasillo llegó un golpe seco. Otro.
Como si alguien —o algo— caminara con pasos pesados por el corredor superior, aunque la casa estaba vacía.

Elara alzó la linterna. La luz tembló y barrió el techo: manchas oscuras parecían moverse lentamente, como si la humedad respirara.
El retrato del señor Alcott estaba cambiando ante sus ojos.
Sus ojos ya no eran los de un hombre.
Eran pozos de sombra, y una fina grieta bajaba desde la pintura hasta el suelo, extendiéndose como una vena negra que palpitaba con vida propia.

La voz del espejo habló otra vez, esta vez mucho más cerca, casi detrás de ella:

—La llave está contigo… no la pierdas. Si la puerta se abre, volverán todos.

Elara giró. No había nadie. Solo el retrato, el espejo y el aire cargado de murmullos que parecían surgir de las paredes mismas.

Entonces algo cayó frente a ella: una cinta fotográfica antigua, cubierta de polvo.
En ella, figuras borrosas posaban frente a la casa, y entre ellas… Edward Langley.
En la última imagen, todos miraban hacia la cámara… excepto uno.
Detrás de ellos, apenas visible, había una figura alta, delgada, con la cabeza torcida y una sonrisa imposible.

Un golpe resonó en el pasillo.
Una de las puertas se abrió de golpe, dejando escapar un aire helado que apagó la linterna de Elara.
En la oscuridad, un coro de susurros emergió, primero suave, luego insistente, luego desde todos los rincones de la mansión:

—Elara…
—Elara…
—La sangre recuerda… lo que la llave selló…

Cuando logró encender la linterna de nuevo, vio huellas frescas de barro subiendo por la escalera.
Eran pequeñas, como las de un niño… pero ninguna llevaba hacia ningún lugar.
Solo de salida.

Y en ese momento comprendió, con un terror que le heló los huesos:
la casa no solo estaba viva.
Estaba esperando… y jugando.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.