La casa del viento muerto

Huellas en los pasillos

••••••••••• Capítulo 10 ••••••••••

Elara apuntó la linterna hacia el suelo.
Las huellas se extendían a lo largo del corredor, húmedas y marcadas con precisión inhumana. No parecían barro, sino una sustancia más oscura… como ceniza mezclada con sangre seca, que parecía absorber la luz de la linterna con cada paso.

Cada huella desaparecía lentamente, como si la casa las reclamara de nuevo para sí misma.

—¿Hay alguien aquí? —susurró Elara, la voz temblando.

El eco respondió, pero con un tono burlón e infantil, duplicando sus palabras:
—…aquí… aquí… hay alguien…

Su corazón golpeaba con fuerza en el pecho.
A lo lejos, el reloj del vestíbulo marcó una hora que no existía: trece campanadas.
La última resonó con tal fuerza que una de las puertas del pasillo se abrió sola, chirriando como si se lamentara.

La linterna parpadeó. En ese instante, Elara vio algo moverse al fondo: una silueta pequeña, encorvada, vestida con un traje blanco amarillento, de otra época.
El sonido de pies descalzos sobre la madera crujiente llenó el corredor, un ritmo imposible de ignorar.

—¿Quién eres? —preguntó Elara, con la voz quebrada.

Silencio.
Solo un golpeteo leve, algo rodando hacia ella.
Una pelota antigua de trapo, manchada y rasgada, se detuvo justo frente a sus pies.

Elara se inclinó para tocarla.
Entonces apareció una segunda huella, mucho más grande, que avanzaba lentamente junto a las pequeñas, como si alguien estuviera de pie justo detrás del niño invisible.

—Devuélveme mi voz… —susurró una voz infantil desde la oscuridad, helándole la sangre.

Elara giró bruscamente.
El retrato al final del pasillo —el del señor Alcott— ya no estaba.
En su lugar, una mancha húmeda se extendía sobre la pared, con la forma exacta de un cuerpo presionado desde dentro, como si hubiera intentado escapar y quedado atrapado en la pintura misma.

La linterna tembló en su mano.
Un sonido metálico cayó desde el techo: la llave oxidada, envuelta en hebras de cabello, rodó hacia sus pies.

—La casa la quiere —dijo la voz del espejo, resonando desde todos lados, envolviéndola—.
Pero si la abre… no habrá nadie que pueda cerrarla otra vez.

Elara sostuvo la llave con manos temblorosas, incapaz de decidir si dejarla caer o usarla.
El aire se volvió más denso, pesado, como si respirara con voluntad propia.
Las huellas avanzaron solas hacia el final del pasillo… invitándola, retándola a seguirlas.

Y en la oscuridad, Elara comprendió que cada paso que diera, la casa lo sentiría… y se movería con ella.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.