••••••••••• Capítulo 11 •••••••••••
Elara siguió las huellas. Cada paso resonaba como si caminara sobre algo hueco, algo vivo.
El pasillo desembocaba en una puerta semiabierta. Detrás, una habitación cubierta de polvo… salvo por un espejo intacto, alto, ovalado, cubierto de una pátina plateada.
Al acercarse, notó algo extraño: el reflejo no mostraba la habitación actual, sino una versión más luminosa, con muebles intactos y cortinas recién lavadas.
En medio de esa versión imposible de la casa, una mujer estaba de pie.
Tenía el mismo rostro que Elara.
—¿Quién… eres? —susurró.
El reflejo sonrió, con una calma antinatural.
—Soy quien fuiste. O quien debiste ser.
Elara retrocedió, pero el espejo la siguió. Ya no imitaba sus movimientos; la observaba con independencia, con una paciencia antigua y terrible.
El aire se cargó de un perfume dulce, corrupto, que le llenó la cabeza de recuerdos ajenos.
Un destello la envolvió, y todo cambió.
Ya no estaba en la habitación abandonada, sino en un salón iluminado por lámparas de aceite.
Hombres y mujeres vestidos de siglo XIX reían, bailaban, brindaban. Una música de violín llenaba el aire, encantadora y monstruosa a la vez.
—¿Qué… qué es esto? —murmuró Elara, desorientada.
Una mujer idéntica a ella —la del espejo— se acercó, elegante, y le entregó una copa.
—Brindemos, Edward. Por el fin del ciclo.
Elara sintió que el suelo se le hundía bajo los pies.
Edward.
El nombre la atravesó como un cuchillo. Un torrente de imágenes cruzó su mente: la llave, un grito, el retrato de Alcott, la niebla abriéndose.
Por un instante, recordó ser Edward Langley. Recordó haber cerrado la puerta.
—No… no soy él —jadeó, dejando caer la copa.
El cristal se rompió con un estruendo que se transformó en un coro de lamentos.
Los invitados dejaron de moverse; sus rostros comenzaron a pudrirse lentamente, como retratos expuestos al fuego.
El reflejo de Elara se acercó y susurró, con voz dulce y mortal:
—La casa no te muestra mentiras. Solo lo que dejaste atrás.
Elara cerró los ojos.
Cuando los abrió, estaba de nuevo en la habitación polvorienta.
El espejo estaba agrietado, y de las grietas goteaba un líquido oscuro, vivo.
Su reflejo ya no estaba. Solo un rostro diferente, masculino, antiguo… Edward.
—No debiste volver —dijo el reflejo, moviendo los labios antes que ella—.
—Tú la abriste, y ahora ella despierta.
Entonces lo comprendió: la casa no solo guardaba almas, sino recuerdos vivos, atrapados en su estructura, repitiéndose eternamente, devorando a cualquiera que los mirara demasiado tiempo.
Elara cayó de rodillas, temblando.
En el suelo, la llave pulsaba con un brillo leve, como un corazón latiendo.
Y en los muros, la voz de la mansión susurró con ternura terrible:
—Si recuerdas lo que fuiste… ya no podrás escapar de lo que eres.