••••••••••• Capítulo 12 •••••••••••
Elara se incorporó con dificultad.
El aire olía a humedad y a cera derretida, aunque ninguna vela ardía. La niebla se filtraba por las grietas de las ventanas, avanzando lentamente, como si tuviera voluntad propia.
Entonces lo oyó: un golpe rítmico de bastón contra el suelo.
Uno.
Dos.
Tres pasos.
Y una voz grave, serena, de acento antiguo:
—No debería estar aquí, señorita Langley.
Elara giró la linterna hacia la puerta.
Allí, de pie en el umbral, un hombre alto vestía un uniforme de mayordomo antiguo: levita negra impecable, guantes blancos amarillentos, y unos ojos grises pálidos que reflejaban toda la niebla del mundo.
—¿Quién es usted? —preguntó, retrocediendo un paso.
El hombre inclinó la cabeza con una cortesía que parecía olvidada por el tiempo.
—Soy Malcolm, sirviente de la familia Hargrove. O… lo fui, hace muchos inviernos.
He permanecido aquí para cuidar de la casa… y de aquellos que ella llama.
Su voz no era amenazante, pero cada palabra arrastraba un eco del más allá, como si el aire mismo temblara al pronunciarlas.
—¿“Llama”? ¿Qué quiere decir? —preguntó Elara, con cautela.
Malcolm la miró con una tristeza casi humana.
—La casa recuerda a quienes la tocaron con miedo o con fe.
Usted… pertenece a ambos.
Elara dio un paso al frente.
—¿Edward Langley? ¿Él también fue llamado?
El mayordomo asintió lentamente.
—El señor Langley selló lo que no debía ser visto. Pero cada sello, señorita, tiene dos caras.
Cuando se cierra una puerta en este mundo, otra se abre en el reflejo.
La linterna parpadeó. Por un instante, la sombra de Malcolm se movió en dirección contraria a su cuerpo.
Él sonrió con un dejo de pesar.
—No tema. No sirvo a la casa, sino a su memoria.
Pero hay otros… que ya no distinguen entre servir y devorar.
Desde el pasillo, un crujido profundo recorrió los muros, como si la mansión escuchara y despertara un poco más.
Malcolm se acercó y extendió una mano translúcida.
—Debe llevar la llave a la sala del retrato.
Pero recuerde… no todas las puertas llevan a fuera.
Elara dudó, mirando su mano espectral.
Cuando la tocó, un frío intenso la envolvió, pero no era doloroso: era como tocar el aire antes de un sueño profundo.
Imágenes fugaces cruzaron su mente: el rostro de Alcott, el niño del pasillo, la sombra sonriendo detrás de todos ellos.
Malcolm retiró la mano con un leve temblor.
—Se apresuran. Ya sienten que el sello se debilita.
Vaya antes de que escuchen su nombre completo.
Elara quiso preguntar más, pero el bastón golpeó el suelo tres veces.
El eco transformó el pasillo: los muros se abrieron en una galería distinta, cubierta de retratos cuyos ojos brillaban con luz débil y fría.
Malcolm ya no estaba.
Solo su voz, desvaneciéndose en la niebla:
—No confíe en los espejos…
Ellos recuerdan mejor que usted.