La casa del viento muerto

Voz bajo la casa

••••••••••• Capítulo 13 •••••••••••

Elara caminó por la galería donde Malcolm había desaparecido.
Los retratos parecían seguirla con la mirada, y el aire era cada vez más espeso, saturado de humedad y algo más: un perfume antiguo, mezcla de flores secas y cera quemada.

Sobre una mesa polvorienta encontró la primera pista: una tarjeta amarillenta, escrita con caligrafía impecable.

“Debajo de la música duerme la verdad.”
Abajo, una firma apenas visible: M.

Elara frunció el ceño. “Debajo de la música…”
Recordó el antiguo salón de baile, cubierto de polvo y ruina.
El piano.
El mismo que había sonado en sus visiones.

Se dirigió hacia allí, la linterna en alto.
Cada paso hacía crujir el suelo como si la casa se quejara.
Al llegar, el piano negro estaba cubierto por una sábana gris.
El aire olía a moho y metal.

Elara levantó la tela.
Las teclas estaban marcadas con símbolos grabados a fuego. Al tocarlas, el sonido no fue música… sino un suspiro colectivo, como si la casa respirara a través del instrumento.
Y debajo del teclado, un compartimiento abierto. Dentro, una pequeña llave oxidada.

Otra nota, clavada con una aguja:

“Bajo el suelo, donde la voz del silencio arde, aún espero tu llegada.”
M.

Elara siguió la pista hasta el extremo del salón, donde una trampilla oculta se reveló bajo una alfombra deshecha.
La levantó.
Un aliento frío y húmedo emergió desde las profundidades.
El sonido del viento parecía formar palabras.

—Vuelve… Elara…

Descendió lentamente por la escalera de hierro, con la linterna temblando.
El pasillo subterráneo era estrecho, cubierto de raíces que parecían palpitar.
El eco de sus pasos se confundía con otros, invisibles.
En las paredes, nombres grabados, todos ellos Langley y Hargrove, como si la piedra misma conservara su linaje.

A medida que avanzaba, escuchó de nuevo el golpe del bastón.
Uno.
Dos.
Tres.
Pero no venía de delante… sino de abajo.

El pasillo desembocó en una gran cámara subterránea.
Elara apenas podía respirar.
El suelo estaba cubierto de velas derretidas y retratos ennegrecidos por el fuego.
En el centro, dos esqueletos reposaban uno junto al otro: uno llevaba una medalla con las iniciales M.H.
El otro, una llave igual a la suya, oxidada en el pecho.

—Malcolm… y Edward… —susurró con la voz rota.

De pronto, la linterna se apagó sola.
El silencio fue absoluto, salvo por el goteo constante del techo.

Y entonces, la voz de Malcolm resonó a su alrededor, serena pero lejana, como un eco desde el otro lado:

—El ciclo no se rompe con sellos, señorita Langley… sino con memoria.
Recuérdenos… antes de que la casa lo haga por usted.

Elara alzó la linterna; la llama volvió a encenderse.
Los huesos habían desaparecido.
En su lugar, el suelo mostraba una inscripción grabada en piedra, apenas visible entre las raíces:

“Los sirvientes del recuerdo aguardan a quien olvida su rostro.”

Y en el fondo del cuarto, un espejo cubierto por polvo comenzó a vibrar suavemente.
En él, el reflejo de Malcolm la observaba con los mismos ojos grises… y detrás de él, el de Edward, inmóvil, casi humano.
Los dos, esperando.

Elara sintió que algo dentro de ella —una parte más antigua que su propio nombre— empezaba a recordar.




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