La casa del viento muerto

Medianoche en Ravenmoor

••••••••••• Capítulo 14 •••••••••••

Esa noche de septiembre de 1887, la niebla cubría Ravenmoor como un sudario.
El reloj del vestíbulo se negaba a avanzar, detenido justo antes de la medianoche, como si el tiempo contuviera la respiración.

Elara, con la linterna en mano y la llave ensangrentada colgando aún de su cuello, escribió las últimas líneas en su cuaderno:

“He visto lo que nadie debía ver.
El eco de los sellos, los nombres que la piedra recuerda.
Malcolm, Edward… y ahora yo.
Si alguien encuentra estas palabras, que no abra las puertas.
La casa no necesita más memoria.”

Cerró el diario con manos temblorosas.
El viento comenzó a soplar dentro de la casa, como si los muros exhalaran.
Las velas del salón se encendieron solas, una tras otra, guiándola hacia la salida.

Elara avanzó, determinada.
El retrato del señor Alcott —ahora vacío— la observaba desde la pared. Por primera vez, no había ojos en él… solo un lienzo en blanco.
El marco parecía latir, como un corazón enterrado.

Al llegar a la puerta principal, la giró con fuerza.
El picaporte se movió, pero el metal ardía en sus manos.
El aire se volvió denso.

Detrás de ella, una voz familiar susurró:

—Demasiado tarde, señorita Langley.
La casa recuerda quién la despertó.

Era Malcolm. Su figura surgió del reflejo de una ventana empañada, no como espectro, sino como presencia sólida, melancólica, resignada.
A su lado, Edward Langley apareció también, con la mirada vacía, sosteniendo la llave.

—No huya —dijo Edward—. No hay afuera. Solo otras paredes con distinto nombre.

Elara retrocedió, horrorizada, y tropezó con el retrato.
El lienzo comenzó a ondular, como si fuera agua.
De su superficie brotaron manos translúcidas que la rodearon, lentas, casi compasivas.

—Todo lo que entra a Ravenmoor se convierte en su recuerdo —susurró Malcolm, bajando la cabeza—.
Y los recuerdos… nunca mueren.

Elara gritó al sentir cómo su cuerpo se volvía liviano, como si su piel se disolviera en el aire.
El reloj del vestíbulo marcó, por fin, la medianoche.
Una última campanada resonó en toda la casa, un lamento que vibró en cada pared, cada retrato, cada sombra.

La linterna cayó al suelo y se apagó.
La niebla se detuvo.
El silencio volvió.

Cuando los primeros rayos del amanecer entraron por los ventanales, el retrato ya no estaba vacío.
En él se veían tres figuras:
Malcolm, de pie con su bastón;
Edward, sosteniendo la llave;
y Elara, en el centro, con el cuaderno abierto entre las manos, los ojos fijos en quien se atreviera a mirar demasiado.

Debajo del cuadro, una inscripción nueva brillaba bajo la capa de barniz fresco:

“La memoria no muere.
Solo espera a ser despertada.”

La puerta principal volvió a cerrarse lentamente.
Y Ravenmoor, una vez más, quedó en silencio, oculta bajo su niebla eterna…
esperando al siguiente heredero.




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