La Casa Que Nos Vio Crecer

Capítulo Uno: El retorno

 

AMELIA TIENES UNA LLAMADA desde España, es el abogado Benítez otra vez, ¿te lo paso? – La voz de Ana sonó clara desde el interfono de mi mesa. Por un momento no respondí. Giré mi silla hacia la ventana para contemplar la espectacular vista del rio Avon. Fue una buena idea la de mudarme a la ciudad de Bath. – Amelia ¿sigues ahí?

–Si Ana, dile que le llamaré esta tarde, ahora no tengo tiempo, estoy ocupada.

–Ok –El interfono quedó mudo. Sentada, mantenía la mirada perdida en el puente de Putleney, se veía tan romántico, especialmente de noche con las luces de los farolillos alumbrando las escalinatas de piedra. La notificación de un nuevo mensaje sonó el su móvil. Era el quinto, en un tiempo record de diez segundos. ¡Qué insistente!, gruñó, mirando la pantalla. ¿Es que no tenía trabajo por hacer? En vez de molestar tan temprano. Y todo se lo había buscado ella solita, pensó. ¿Cómo pudo meterse en una nueva relación cuando su divorcio se estaba tornando insoportable? Era peor que seguir casada.

Dando explicaciones a dos hombres. Uno que salía de su vida dando bandazos y el otro al que ella había invitado Dos años duró su matrimonio con Salvatore Bianchi. Mucho italiano, pensó. La fama de mujeriego la llevaba pegada como una etiqueta de chaqueta en la frente. Que ingenua fue. Lo bueno de todo, fue el dinero que le había sacado por sus infidelidades. No pudo negarlo, cuando lo encontró con uno de sus amantes en su cama, entre sus sabanas y usando los condones que ella misma compraba.

Le salieron caros, de eso no había duda. Miró a su alrededor, contenta de todo lo que había conseguido con gran esfuerzo.. Ella no negaba que la ayuda económica de su divorcio, fue importante para poder empezar... Pero las horas interminables invertidas en aquellos talleres, no habría manera de pagárselas. Reconoció que eso también enfrió en cierto modo, su matrimonio ya fraguado.

Aunque ella jamás le hubiera sido infiel. Estaba dedicada a su trabajo, no casada, como él le solía reprochar, haciendola culpable de sus amorios extra matrimoniales. Sabía muy bien porque su ex la bombardeaba con mensajes. No quería que ella exigiese parte de la cuarta cláusula de su contrato prematrimonial.

El cincuenta por ciento del palacete que compartían en la Riviera italiana, herencia familiar de los Bianchi. Ella no quería saber nada de aquel lugar, tenía solo recuerdos dolorosos. Se podía quedar con toda la propiedad, ella no la necesitaba. Había firmado esa misma mañana la cláusula, anulando cualquier beneficio de esta.

Salvatore solo quería saber cuál sería su próximo paso. Pero lo haría sufrir un poco más, le contestaría con un mensaje esa noche. Su mente estaba llena de su pasión por su trabajo, la confesión de trajes de época para teatros y eventos. Había conseguido un nuevo cliente, firmando un contrato de tres años, esto solidarizaba su estabilidad laboral por un buen periodo de tiempo.

Miró el reloj de pared, eran casi la una del mediodía, en media hora almorzaría con Douglas. Su amor escoces hecho de carne y hueso. Ese, sí que la tenía tonta. Los acentos la apabullaban, perdía la cabeza, se le derribaban los muros de mujer dura. Y no tuvo que ir muy lejos para encontrarlo, era el repartidor que le distribuía las mercancías cada mes.

Lo había persuadido para que trabajase para ella. Después de unas cuantas salidas, y tras pasar un par de veces por su cama, acabó trabajando para ella, en su almacén. Douglas llevaba la distribución de materiales textiles y producción. Ella se encargaba del marketing y de ampliar la cartera de clientes. He incluso se había mudado al apartamento de ella, en el corto plazo de tres meses.

Esto influyó de gran manera en la lluvia de mensajes recibidos por Salvatore, quien al enterarse la llamó zorra. Ella ni siquiera entendía su actitud. Él, que se había acostado con mujeres antes y después estar casados. Que ignorante fue, pensó. Había paseado los cuernos por Italia, España y parte de Inglaterra. Miró su reloj de pulsera una vez más. Se levantó de su sillón y haciéndose con su bolso, salió de su oficina.

Ana no estaba, había bajado como de costumbre al supermercado para comprar su almuerzo. Bajó las escaleras, evitando el ascensor y de paso hacer algo de ejercicio. Era finales de junio, pero ese día amaneció muy gris, las temperaturas no subían de los once grados, se levantó el cuello de la chaqueta, no iba muy lejos, solo tenía que cruzar la calle. Su Bistró favorito Chef Dumonet famoso por su tradicional cocina francesa.

Empujó la puerta y sintió la calidez del interior, estaba casi lleno. Con sus ocho mesas, había que reservarlas con antelación, pero ella al ser vecina y clienta asidua, casi todos los días tenía la suya. Belmont, el dueño del negocio salió a su encuentro, como siempre, amigable y servicial. –Bonjours Amelia. –La saludó mientras la llevaba hacia una mesa preparada para dos. Se podía oír una suave música clásica de fondo.

Se deshizo de la chaqueta, colocándola sobre el espaldero de su silla junto con su bolso. La puerta del restaurante se volvió abrir y Belmont volvió a salir desde la barra para recibir a otro cliente, esta vez era él. Ni siquiera tuvo que levantar la cabeza, reconocería su voz entre una multitud. Douglas se acercó hacia la mesa. Ella, le sonrió a la vez que se flotaba las manos frías, se inclinó para besarla. Sentándose frente Amelia dirigió la mirada hacia Belmont, haciéndole una señal para que les trajera dos cervezas Guinness.

– ¿Qué te apetece hoy? –Preguntó ella, mirando el menú del día, tenía ganas de comer, su desayuno se había reducida a un café con leche y dos tostadas. Se le habían echo tarde esa mañana, por lo que le fue imposible prepararse su ensalada de fruta con cereales y un huevo medio cocido. Ese era su desayuno de todos los días, la mantenía saciada sin tener que picotear hasta la hora del almuerzo.




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