La Casa Que Nos Vio Crecer

Capitulo Cuatro:  La Rinconada

 

HOLA FELIPE, SOY PAULA. ¿Cómo está usted?

–Hola Paula, muy bien, muy bien gracias, Y por Dios chiquilla, no me llames de usted que nos conocemos de toda la vida

–La costumbre Felipe, la costumbre. –Paula dejó escuchar una risa a través del teléfono. Felipe era para ellas más que un encargado de la hacienda. Era, junto a su mujer Milagros parte de la familia. Trabajaban para sus padres desde hacía varias décadas en el cuidado la propiedad y los terrenos.

La Rinconada era la finca que había pasado a varias generaciones. Desgraciadamente las de ellas no serían tan duraderas. La vida en el campo era demandante, cansina y no conocía de enfermedades o vacaciones. Su padre la había heredado a la tan sola cruel edad de veinte años. Y era una crueldad porque a esa edad, su padre tuvo que crecer y madurar para cargar con las responsabilidades que conllevaba el cuidado de la finca.

Cuando el abuelo murió. Él, se hizo cargo de nana y de su única hermana soltera, hasta que Dios decidió que era el momento de llevársela. La finca en sí, imponía. Por las mil hectáreas meticulosamente divididas entre olivares, naranjos, aguacates y así una infinidad de árboles frutales y sin olvidar su propio regadío de goteo.

Desde la carretera, la alameda de árboles Tilos de gran talla y amplias copas soportando gruesas ramas, guiaba hacia la finca, donde muros blanqueados ocultaban del ojo curioso la vida que transcurría detrás de ellos.

El gran patio en la entrada principal era impresionante, impoluto con una majestuosa fuente de donde el agua nunca dejaba de fluir por tres enormes ánforas de terracota. El patio interior daba sombra y frescor para las calurosas noches del verano.

La casa estaba distribuida en dos plantas. La planta baja era donde se hacia la vida, con dos salones y cada una con sus generosas chimeneas para el frio invernal, sobre todo cuando se vivía retirada de la civilización y en la mitad de la nada. La cocina como en cualquier casa, era la arteria del hogar, grande con ventanales y puertas que daban a un patio exterior.

Dos baños completos, y el gran despacho, donde su padre solía pasar horas entre papeles, facturas y pedidos. Y sin olvidar la bodega, de la cual se sentía orgulloso. Había que admitir que le gustaba un buen vino y un fuerte coñac. Hasta llegaron a pensar, que era el lugar donde más satisfacción sentía.

La primera planta albergaba cinco dormitorios, una para cada una de ellas, otro para invitados y el principal asignado para sus padres, fue transformado ahora en dormitorio para los niños, todos con sus baños y con vistas hacia el exterior, con ventanales de doble hoja por donde se filtraba el sol y la tranquilidad de la vida campestre.

Allí, fue donde nacieron ellas.

Quizás fueron niñas privilegiadas, pero a pesar de vivir aisladas estaban cada día en contacto con el resto del mundo. Fueron a los mismos colegios públicos que el resto de los niños de los alrededores. Pero al crecer, iban asumiendo la posibilidad de estudiar una carrera.

El futuro se tercía oscuro para la finca, ninguna de ellas soñaba con pasar la vida allí. Su padre se quedó con las ganas de un hijo varón, a quien pasar su cetro. A pesar de tener su cuadrilla de hombres de confianza, la añoranza de no tener a un varón quien siguiera sus pasos y cogiera las riendas como el hiciera en el pasado, lo decepcionó.

 




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