La Casa Que Nos Vio Crecer

Capítulo Dieciocho: Cartas de una desconocida

                          

–¿MILAGROS, DONDE GUARDAS LAS LLAVES DEL estudio de mi padre?

Milagros estaba en el salón, cambiando el agua de los jarrones de flores, cuando la vio entrar. –¿Buscas algo en particular? Quizás te pueda a ayudar.

–Solo quería entrar y buscar algunas fotos de cuando éramos niñas, sé que mi padre las guardaba en su estudio.

–Sí, están en el segundo cajón de la librería, toma, esta es, lo abre todo en el estudio, –dijo, separando la llave del resto.

–Gracias Milagros, cuando acabe te la devuelvo.

–Quédatela. Pero solo hay una copia, no la pierdas.

–No te preocupes Milagros, pienso devolvértela cuando acabe, porque estoy segura de que la perdería. 

–Como tú quieras niña, como tú quieras, –respondió, volviendo su atención a las flores. Paula miró la llave, mientras se dirigía hacia el estudio, era larga y antigua, la metió en la cerradura y a la tercera vuelta la puerta se abrió. En el interior parecía que el tiempo no había pasado, las cortinas oscuras estaban abiertas y el visillo de un blanco impoluto hacía de barrera, impidiendo que la luz del sol se filtrara directamente.

La alfombra Persia, que había vivido mejores años, se desplegaba en el suelo. El sofá de dos plazas de piel marrón oscuro situado a la derecha, un cenicero de pie a un lado de este y dos sillones de espaldero alto muy cómodos. Paula recordó las pocas veces que había estado allí, y siempre se sentaba en uno de ellos.

La mesa escritorio de madera negra de ébano con grabados en plata, ahora casi gastado, impresionaba, y la enorme silla reclinable parecía un trono. Aquel era el trono de su padre, desde donde dirigía su reinado. Se movió por la estancia, tocando con las puntas de los dedos todas las superficies, como si no quisiera dañarlos, había tantos recuerdos allí dentro.

Buenos y no tan buenos. Paula se sentó en la silla del escritorio, aquel rincón de la casa era el corazón de la hacienda, desde donde su padre había tratado con sus empleados y desde donde dirigía su propiedad. Aquel lugar era un sitio culto para él, donde las visitas eran restringidas para ellas.

Allí, era donde su padre arreglaba y deshacía sobre sus intereses. Una extraña sensación la invadió, era como si no estuviera sola, aunque sabía que lo estaba, físicamente. Miró hacia los cajones de la mesa, tres a cada lado. Ábrelos, sintió que una voz en su interior le decía. Aunque sabía que esa voz no era otra más que su curiosidad.

Se decidió por el primer cajón, pero este, estaba vacío. Abrió el segundo y lo mismo. nada, se dijo. Abrió el tercero y lo encontró igual. Vacío

¿Que esperaba encontrar, un cajón de fondo con fotos censuradas o cartas de una amante? Aquel pensamiento disparó su interés por encontrar algo surrealista, como en las películas. Aunque a veces, en la realidad se podría encontrar más de lo que se buscaba.

Lo primero que hizo, fue dirigirse hacia la puerta y echar el cerrojo por dentro para que no la molestasen, la idea de curiosear en el pasado de su padre la intrigaba… Quizás, encontraba algo que le dijese como fue su vida. Metida en faena, sacó cajones, miró, rebuscó, pero no encontró nada.

Dirigió su atención hacia la librería de madera situada detrás del escritorio, era enorme, de dos metros de alto y tres de largo; con libros, cuadernos, figuras y fotos, todo muy bien preservado detrás de vidrieras. Una vez más uso la llave y abriendo las puertas de cristal se dedicó a sacar libro por libro y así los fue amontonando hasta verse rodeada de columnas de ellos en el suelo.

Que locura, se dijo. Eras un aburrimiento de hombre. Papá ¿esto era todo lo que te interesaba? dijo mirando hacia los libros amontonados. Decepcionada se dejó caer en el sillón, dio varios giros hacia la derecha y hacia la izquierda, se reclinó en la silla, cruzó los pies bajo la mesa, golpeando el interior del frontal de esta. Escuchó un crujido, se detuvo en seco. Lentamente se agachó, pero no vio nada en especial, permaneció en la misma postura.

Golpea las esquinas, la voz de su mente volvió hablar, lentamente levantó la mirada por encima de la mesa, pero no había nadie, solo ella. Ahora, sí, que se estaba preocupando, ¿de verdad escuchaba voces? o ¿era su interés en encontrar algo que la hacía ver y oír cosas? Pero ahora no se pararía, pensó.

Después de todo el desorden creado, se arrodillo bajo la mesa, con el puño dio pequeños golpes en seco en las esquinas, sin resultado alguno. Probaría por última vez, pensó.

Aquello era ridículo, eso pasaba en películas y en familias con secretos que ocultar, la suya, era bastante abierta, se dijo. Y, sino que se lo preguntaran a Mila. Dio otro golpe en seco, y, delante de ella, se abrió una tapa. Muda por la sorpresa he incrédula de que aquello pudiera pasar en su casa.

Sonrió al ver sobres y cartas caer sobre sus pies. Salió de debajo de la mesa y aventurera se sentó una vez más con el tesoro encontrado. Ordenando las cartas y dos sobres grandes amarillentos por el paso del tiempo.

Toda aquella correspondencia iba dirigía a Álvaro… a su padre. Todas con la misma escritura; redonda y clara. La escritura de una mujer, aquel pensamiento, la paralizó ¿Tendría delante un secreto de familia? ¿Quién sería esa persona que escribió a su padre y este supo ocultarlo tan bien?

Paula no sabía qué hacer, tenía delante de ella un gran misterio y quería compartirlo. ¡Amelia! Pensó. Era la única en la que podía confiar un secreto así, de momento.

Rodeando la mesa abrió la puerta, miró a cada lado del pasillo por si la veía. Era de tonta, se dijo, Pero estaba muy intrigada por saber del contenido. Por suerte no tuvo que recorrer la casa en busca de su hermana, la encontró en el salón con Ricardo y los gemelos.




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