La Casa Que Nos Vio Crecer

Capítulo Veinte Uno :Divino cautiverio

                   

 

CADA TRES DE JULIO SE CELEBRABA LAS fiestas de la comarca, atrayendo turista y reuniendo vecinos de pueblos colindantes. El evento se celebraba en zona campestre a las afueras del municipio donde caballos y personas se mezclaban para disfrutar de dos interminables días de música, bailes y comida.

Este año las hermanas Del Castillo se unirían a la romería. La tradición exigía que cada casa debiera de aportar un plato preparado casero o postres. Era una fiesta que nunca decepcionaba, y aunque el calor, azotaba en todo su esplendor, los toldos y los árboles ayudaban a apaciguar las temperaturas, todo estaba preparado sin perder detalle; desde los aseos portátiles hasta los bebederos para los caballos.

La Rinconada era un ir y venir, habían sacado dos carretas y la habían decorado con flores y favorcillos de papel, cojines de multicolores para que el trayecto fuera más cómodo. El 4x4 que usaban en la finca serviría como arrastre. Los gemelos estaban eufóricos por los preparativos, nunca habían visto nada igual. Paula los había vestido iguales, con petos vaqueros cortos camisetas blancas y gorros, se veían monísimos.

Ella se había decidido por una minifalda vaquera, camiseta blanca anudada por encima de la cintura, botas camperas y gorro. Saldrían alrededor de las once de la mañana, cuando el sol aún no estaba en su cúspide y el camino de veinte minutos se haría sin contratiempos.

Mila, estaba contenta esa mañana, a pesar de que esa noche Douglas no la había visitado. Ni siquiera eso le quitaba las ganas de fiesta, el día estaba estupendo para celebraciones. Se ajustó el gorro vaquero delante del espejo y quedó satisfecha de su atuendo. Ese día iba a que la mirasen, se dijo, el mini short vaquero, la camiseta anudada bajo el pecho y las botas vaqueras le daba una apariencia muy sexy.

Douglas estaba entusiasmado por conocer y participar en una fiesta tan tradicional, esperaba en el patio principal sentado en las escaleras con cámara colgada al cuello, haría fotos de todos para el recuerdo. Su atuendo fue menos atractivo que el de ellas; un pantalón vaquero largo un polo blanco Nike y sus botas de senderismo que lo acompañaba en todos sus viajes.

Vio a Ricardo en su coche, dejando la hacienda, según había dicho en la mesa del desayuno. Había conseguido que un garaje local le cambiase la rueda de repuesto pinchada por una nueva y un cambio de aceite que necesitaba, como mucho estaría de vuelta en hora y media.

Poco a poco todos iban saliendo, Felipe junto con Lourdes y sus padres se unieron a una de las carretas. Amelia y Milagros aún seguían en la casa.

–Yo iré en la próxima carreta –le había dicho a Milagros, mientras se cercioraba de que todo se quedaba cerrado.

–Vale, le había contestado Amelia, –ya se lo digo al grupo.

Amelia subió una vez más a su dormitorio para coger sus gafas de sol, llevaba una camisa azul marino ceñida, una falda amplia por encima de las rodillas, cinturón ancho marrón atado a la cintura, a juego con las botas y un gorro.

Casi en la puerta se acordó de los vinos, dejo su móvil y las llaves sobre la mesa de la entrada para dirigirse hacia la bodega, quería llevar unas botellas para ellos. Con las prisas se olvidó enganchar la puerta al gancho de hierro, era una señal para cualquiera que pasara por delante, dando a entender que había alguien ahí abajo.

Milagros que pasaba por allí se dio cuenta, sacó su llavero y cerrando tras ella hecho la llave, pensando que con las prisas no la habían cerrado. Amelia no escuchó nada, seguía enfrascada metiendo en una la caja las cinco botellas de vino que ella mismo eligió la noche anterior. A su paso fue apagando luces hasta quedar a escasos metros de la entrada, sin percatarse de que la puerta estaba cerrada, y mucho menos con la llave echada.

Puso la caja sobre la mesa, para coger la botella de brandy. Con paso firme subió los diez escalones, agarró el picaporte y notó que estaba bloqueado. No giraba. Esto es una broma, se dijo.

–Muy bueno, ahora abrir ¿vale? –No repuesta. Ni risas. Ni ruidos. –¡Milagros! ¡Me has dejado encerrada!, –dijo en voz alta. Esperó unos segundos, estaba segura de que en cualquier momento la puerta se abriría y aparecería ella riendo. Esperó de pie frente a la puerta, sin recibir respuesta alguna.

¿Se habían ido sin ella? Y ¿la segunda carreta? Tan llena no iría, pensó. Amelia empezó a tener la terrible certeza de que todos habían salido hacia la romería y ella había quedado atrás y bajo llave en la bodega.

Golpeó varias veces en la puerta, gritando ¡Paula! ¡Mila! ¡Milagros! Se estaba quedando sin nombres por gritar. El calor empezó hacer mella allí dentro. Lo bueno de aquella puerta es que se podía cerrar y abrir por varios lados, solo tenía que encontrar la maldita llave, siempre había una copia colgada en un… debería estar ahí, dijo en voz alta, mirando hacia el clavo. ¿Y ahora qué hago? ¿Y si no la echaban de menos hasta bien entrada la tarde? Con tanta gente congregada en un mismo lugar, sería fácil imaginarlo.

Lo único que pudo hacer fue esperar, se sentó en una de las sillas. Irónico, si supiera que en la silla elegida fue donde Douglas y su hermana tuvieron sexo por primera vez.

Sentada y con la mirada fija en la puerta tamborileaba la mesa con la yema de los dedos, miró el reloj de pulsera, eran las once y media.

                                                                   ***

Ricardo maldijo al ver la mancha de aceite expandiéndose en su maletero, sacó la botella de cinco litros con rapidez, pero con tan mala suerte que el tapón cayó sobre sus zapatos, seguido de un buen chorro de aceite, manchándolo todo hasta su pantalón quedó manchado también.

Y ahora apestaba, no podría ir así a la romería, se dijo. Olía a mecánico que hubiera estado arreglando coches toda la mañana y no sentado en una silla mientras el chaval del garaje lo hacía. Tendré que pasar por la finca, ducharme y cambiarme de ropa, pensó.




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