La Casa Que Nos Vio Crecer

Capítulo Veinticinco: Sorpresas tras sorpresa

 

ESTA VEZ, ANA SE aseguró de cerrarlo todo tras ella. Llamó varias veces, sin tener respuesta. Casi tropezó con el bolso, que Amelia dejara en el suelo horas antes. Ahora estaba preocupada. No sabía qué hacer, o a quien llamar.

El teléfono, pensó, cogiendo el bolso del suelo, al abrirlo comprobó que seguía dentro, pudo ver las notificaciones de llamadas perdidas y mensajes. ¿Qué podía hacer? Se dijo. Estaba claro, allí, pasaba algo. Solo esperaba que el parto no se le hubiera adelantado ¿Y si se hubiera resbalado en el cuarto de baño?

Recorrido la estancia de la planta baja sin respuesta alguna. ¿Y si estuviera en su dormitorio? Tendría que ser lo más probable y esperaba que fuese así, se dijo, subiendo las escaleras, donde no escuchó ruido alguno. La casa estaba en silencio. Despacio, abrió la puerta del baño, lo encontró vacío. Se quedó mirando la decoración. Espacioso y con grandes espejos.

Qué diferencia, pensó. El suyo era pequeño y tenía plato de ducha. La puerta de su dormitorio estaba entornada. Sigilosamente empujó hasta abrirla por completo. Y allí la vio. Tumbada, inmóvil, abrazada a la almohada. A pasos cortos se acercó hasta la cabecera de la cama, se relajó al ver que respiraba. Inconscientemente, miró hacia la barriga. Sigue abultada, se dijo. Sin saber qué hacer. Si despertarla o dejarla dormir, marcharse o quedarse. Optó por lo segundo. Esperaría a que ella despertara.

Se dirigió una vez más hacia el cuatro de baño, donde había visto un albornoz blanco colgado entre el jacuzzi y la ducha.

                                                                              ***

Sentado en el aparcamiento del aeropuerto, marcaba por segunda vez el número de ella. No podía negarlo, lo había cogido por sorpresa cuando vio el número de Amelia reflejado en la pantalla de su celular. Creyó que ella no quería saber nada más de él. Aunque después de como quedaron en la Rinconada. Ya no sabía que esperar.

Era tonto, se solía decir. Por seguir teniendo esperanzas. Y ahora lo llamaba. ¿Le echaría algo en cara? Era difícil de entenderlas, se dijo. Su ex, seguía disfrutando por Europa con el escoces. Al menos era lo que le decía a su hija. Y lo bien que vivirían los tres juntos, una vez que estuvieran de regreso. Le había comentado varias veces a Helena. Pero su hija, lo dejo bien claro.

Ella se iría a vivir con su padre. No tenía interés en conocer a los novios de su madre. Helena era una adolescente bastante consciente de la relación agridulce entre ellos. Por lo que Ricardo había decidió vender el apartamento cerca del mar, en Bristol. Era gracioso, pensó. Habían comprado esa propiedad con la intención de que, en un futuro, cuando Helena fuera adulta y pudiera viajar a Inglaterra para visitar a su tía y de paso aprender el idioma.

Las dos únicas veces que se quedaron en el apartamento, fue cuando lo compraron y la segunda y última vez, por un breve fin de semana y de eso hacía más de siete años. Y con la suerte de estar a solo once kilómetros de la ciudad de Bath donde vivía Amelia.

Miró la hora en el reloj digital. Si se ponía en carretera y no pillaba a caravana en el camino, podría estar en casa de ella, en menos de media hora.

                                                                               ***

Ana se hizo un café. Esperaría sentada en la cocina. Decidió no quedarse y esperar en el salón, en caso de que ella bajara y la viese sentada en su sofá. No pudo evitar mirar a su alrededor. Definitivamente Amelia tenía buen gusto para la decoración. Miró la hora en el portátil, habían pasado más de veinte minutos y aun no sabía qué hacer. Ni cuanto más dormiría ella. ¿Y si se despertaba y a verla sentada allí, se llevaba un susto de muerte?

Porque Amelia tampoco esperaría a nadie sentada en su cocina. Mejor me voy y hago tiempo en el coche, se dijo. Lavó la taza, cerró su portátil, y con su bolso colgado en el hombro, atravesó el salón con dirección a la calle.

                                                                              ***

Ricardo, aparcó justo frente a la verja de la casa. Había hecho más de cinco llamadas y sin éxito. Volvió hacer una última llamada antes de probar con el timbre de la puerta. No sabía si estaría trabajando o en camino. Podría incluso no estar en la ciudad, pensó. Probaría una vez más. Cabía la posibilidad de regresar otro día, ahora que tenía la dirección de ella.

Y todo gracias a Paula, quien con tenacidad había conseguido la nueva dirección de Amelia través de su secretaria. Para su suerte la verja de hierro se abrió y apareció ante él una joven. Ana se quedó mirándolo con sorpresa, al no esperar un coche aparcado allí.

Ricardo se bajó y educadamente se disculpó,

–No era su intensión asustarla.

–No es nada, –había respondido ella.

–Me llamo Ricardo. Soy el cuñado de Amelia. –Se presentó. Con un apretón de manos. –¿Sabe si está en casa? Llevo intentado hablar con ella más de una hora. Pues buena suerte, pensó Ana. La Bella durmiente no parece estar para nadie.

–No, digo sí –respondió ella.

–Entonces ¿Esta en casa? –preguntó el. Sin entender mucho.

–Si…bueno, no. Por Dios Ana, aclárate, se dijo.

Ricardo la miró un poco confundido, no muy seguro si estaba en la casa errónea y hablando con la persona equivocada.

–Soy su secretaria –respondió ella, en un intento de parecer normal.

–¿Ana? –confirmó él con alivio. Estaba en la dirección correcta.

–Si... ¿Cómo lo sabe? –preguntó, algo sorprendida.

–Paula, la hermana de Amelia, me preguntó si podía pasarme por su casa, vivo solo a media hora en coche desde aquí, –dijo con la intención de que sonara más creíble.

–Sí, recuerdo que Amelia mencionó a su hermana… hablé con ella hará unos días. Está arriba. Acostada. Dormida –dijo mirando hacia la casa. –No sé si será buena idea y en su estado. Yo he llegado hará un rato y no he querido despertarla.




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