La Casa TÓxica

Capítulos 3 y 4

3

Esa noche llegué a casa bastante satisfecho con los negocios que habíamos concretado en la oficina. Había logrado convencer a los ejecutivos de una prestigiosa compañía de cremas para la piel de hacer un anuncio con una mujer enjabonándose y hablando de cuánta frescura sentía al hacerlo. Bien, no era la idea más original, pero pareció impresionarlos la idea.

Cuando llegué a casa, descubrí que la luz de la cocina estaba encendida. Con todo el movimiento de la mañana me había olvidado de apagarla.

¿O no era así?

La luz se veía extraña, resplandecía de manera tenue y parecía provenir del suelo y no del techo. Entonces vino a mi mente el recuerdo de todo lo que había sucedido en la mañana. ¡El contenedor de desechos radiactivos, Simona, las llamadas, la carta de Hogares Sublimes!

Cuando recordé todo, un escalofrío recorrió mi espalda. Entonces me apresuré a buscar la llave para abrir la puerta. Supuse que no habría nadie en la casa, pues mi criada parecía haberme abandonado para siempre. Fue por eso que me sorprendió escuchar el ruido de algo que caía dentro de la casa. Las manos me temblaban tanto que me sorprendí de que el llavero no se me resbalara de las manos. Algo estaba sucediendo ahí adentro y supuse que tenía que ver con la sorpresa que la planta química había dejado en mi azotea.

El resultado era mucho peor de lo que imaginaba. Cuando abrí la puerta, no pude creer lo que tenía frente a mí.

En el centro de mi sala había un río de desechos tóxicos cayendo del techo a manera de una cascada muy lenta y caliente, y este se extendía por todo el centro, fluyendo hacia la cocina y al comedor. En la casa había un calor sofocante. Aquella sustancia verde irradiaba luz en toda la casa haciendo brillar cada objeto de esta como si se tratara de alguna atracción terrorífica, y los vapores nocivos en el aire eran tan penetrantes que me tambaleé segundos antes de cubrirme la nariz con la corbata.

¡Mis cosas, mis hermosas cosas! Todo ahora estaba salpicado con esa asquerosa melaza industrial, y era culpa de aquellos técnicos negligentes que no habían enviado a nadie para socorrerme. ¡Mi hogar sublime, todas mis pertenencias acumuladas tras una exitosa carrera! Derritiéndose, quemándose y deformándose grotescamente mientras el río de viscoso material radiactivo seguía fluyendo, terminando de inundar toda la casa.

Mi estéreo, mi televisión, incluso mi pecera estaba salpicada con esa sustancia. Los peces tropicales habían muerto ya, y flotaban sin vida en un charco de agua turbia y brillante. Todo estaba arruinado.

Era todo, si la radiación iba a terminar por matarme, supliqué que lo hiciera de inmediato.

Un charco burbujeante se acercó a mis pies, y mis relucientes zapatos nuevos humearon cuando las suelas entraron en contacto con los desechos. Retrocedí temiendo por mi vida, y salí de la casa para dar un profundo respiro de aire fresco.

–¡Dios mío!– me dije sin moderación –Debe haber habido como doscientos litros en ese contenedor, y ahora toda esa basura está regada en mi sala de estar.

Pero aquel arroyo radiactivo, con todo y su fulgor cancerígeno y tacto corrosivo destruyendo todo mi hogar, era el menor de mis problemas.

–¡El teléfono!– exclamé, cubriéndome aún la nariz –Debo alertar a las autoridades. Esto se ha salido de control y puede poner en peligro a todo el vecindario.

Había dos habitaciones, al menos diez metros y en ellos casi seis galones de desechos radiactivos inundando el lugar, interponiéndose entre el teléfono más cercano y yo. Estiré las piernas, preparándome para saltar. El calor era intenso, pero el teléfono no estaba muy lejos y no pensaba rebajarme a salir de la casa y pedirle a mi vecino que me prestara un momento su teléfono. No había problema. Podía saltar el río de desperdicios, llegar al teléfono, hacer una llamada rápida a la planta química y echarles en cara que debieron haberse dado prisa en atender el problema y que cargaría todos los daños a la cuenta de lo que pondría en su demanda. Después ir a mi recámara, tomar mis ahorros en efectivo y un par de tarjetas de crédito de mi caja fuerte, e irme a un hotel a esperar que se hicieran cargo de la situación.

Era fácil, ¿no es así? No es como si una mano fuera a salir del charco de desechos tóxicos para atraparme si intentaba saltar. ¿No es así?

Observé el charco que debía de saltar para poder recorrer mi sala de estar. Un par de burbujas salieron, y de ellas más vapores brillantes. Volví a colocarme la corbata sobre la nariz. ¿Qué tan peligrosa es la radiación de los desechos? Ahora que lo meditaba con más detenimiento, ¿qué tanta cercanía a esa sustancia debía tener como para morir o sufrir algún tumor canceroso? ¿De verdad valía la pena arriesgarse? No podía irme sin mi dinero. Lo necesitaba para poder hospedarme en un hotel medianamente digno de un empresario como yo.

¿Me engañaron mis ojos por un momento, o había algo parecido a dos grandes ojos mirándome del otro lado del derrame? No, eran sólo burbujas. Dos malolientes burbujas que se reventaron justo en el momento en que volteé a verlas. ¿Son ficción todas las historias de mutantes radiactivos, o tienen algo de verdad aquellos rumores sobre los extraños efectos de la contaminación industrial?

Retrocedí para tomar vuelo. Un salto, uno de un metro y medio, y lograría llegar hasta mi teléfono. Estaba mareado. El calor era demasiado sofocante. ¿Eran esas ondas las temibles ráfagas asesinas de las que me habían advertido en el teléfono?



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En el texto hay: mutantes, suspenso, radiacion

Editado: 27.04.2020

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