La casita del Sereno
“Porque la muerte es el único país que todos conocemos.” – Emily Dickinson.
Martín estaba nervioso, miraba el celular. A su derecha, su novia dormía con la espalda descubierta. Amanecía de a poco. Le llegó una notificación que era el aviso de su red social; enojado, Martín dejó el celular sobre la cama, se levantó sin ganas y fue al baño.
Esa mañana iba a ser decisiva en su vida. Meses atrás, su padre, Don Santino, había muerto de un paro, como dice la gente. Lo habían encontrado sobre la cama con ambas manos en el pecho y una ligera sonrisa en la boca. La gente decía que la muerte era su amiga y que había venido a buscarlo sin causarle dolor.
Martín era hijo único de Don Santino, pero ellos no habían tenido mucho contacto. Mientras se cepillaba los dientes, se miraba al espejo y escupió saliva con sangre, como siempre. Abrió el agua y las tres sustancias se mezclaron: su saliva, la sangre y el agua. Las tres se fueron con la corriente del grifo.
Don Santino era un simple cuidador de un cementerio de un pequeño pueblo del interior. Su única propiedad era una casita que quedaba detrás de la iglesia, cerca de la Cruz Mayor. Había muerto hacía dos meses, un 28 de julio, el día más frío del año en el país.
Martín fue al entierro junto a su novia Juliana. No fue una ceremonia larga. Habían ido tíos, primos, gente del lugar que hacía mucho no veía. Para Martín, esa gente no era más que gente y, cuando le entregaron las cenizas de su papá, solo dijo:
—Que se quede acá con los suyos.
Martín no trajo nada de la casita del sereno, como le decían. La radio era vieja, el colchón estaba desgastado, había una pava, una cocina a leña y cosas inservibles para un chico de ciudad.
Salió del baño y vio a su novia sentada en la cama con su celular en la mano. Ella lo miró con ojos enternecidos, aunque él ahí lo supo.
Martín estaba viendo a su novia prepararle tostadas con queso y mate. El silencio era más que obvio; había que tomar una decisión que no era fácil. Martín golpeaba los dedos sobre la mesa de madera. Su novia se giró, lo miró con una expresión poco agradable.
—¿Te vas a ir?
Martín apenas si la miró. Ella era su novia desde hacía años y esta decisión debía ser tomada en conjunto.
Ella siguió hablándole:
—¿No sería más fácil vender esa cosa y que vos agarres la plata?