Londres, Inglaterra. Año 1888
Lady Elizabeth Blackwood caminaba por los grandes corredores de la mansión de su familia a pasos apresurados.
Su abundante cabellera rubia estaba dividida en tres partes formando con una de ellas un enorme y bien peinado rodete adornado con moños, mientras que las otras dos partes caían hacia adelante. Un bonito sombrero la acompañaba. Por su lado, su vestido de seda azul flotaba a cada paso que ella daba.
La joven era perseguida por un muchacho de tez caucásica, corto cabello castaño claro y ojos celestes. Estaba vestido con su uniforme negro de mayordomo.
—¡My Lady, por favor. No lo haga!—exclamaba el muchacho de 23 años tratando de alcanzarla—¡My Lady!
—Debo hacerlo William. No tengo otra opción—respondió la joven.
—Pero mi señora.
Elizabeth se detuvo en seco en el descanso de la escalera de mármol blanco debajo de una alfombra roja con detalles dorados, y miró a su mayordomo.
—Comprende William, no tengo más remedio que ir a la Gran Logia y dar mi testimonio.
—Lo sé My Lady pero podrían castigarla severamente por mi culpa—replicó nervioso—Déjeme ir en su lugar.
Elizabeth le acarició el rostro y lo miró con ternura.
—Aunque quisieras no te dejarían ingresar. Sé que cometí un error grave pero jamás hubiese dejado que nada malo te pasara; mi amado William.
—Le agradezco a Dios todos los días haberla conocido. Usted es mi sol.
Poco a poco los jóvenes se fueron acercando hasta que una voz masculina los detuvo.
—Disculpen mi interrumpción pero My Lady, su carruaje la espera.
Ambos reconocieron la voz de Ezalel, y lo miraron.
Se trataba de un hombre de unos veinticinco años, dueño de una belleza irreal y pocas veces vista en este mundo. Era alto y extremadamente pálido, sus ojos negros como el carbón solían estremecer a quien lo miraba, y su cabello negro azabache le llegaba hasta la nuca; su traje de mayordomo siempre estaba impecable y bien planchado.
—Lady Elizabeth debemos irnos ahora. Es de mala educación llegar tarde a sus citas—dijo Ezalel extendiéndole la mano a su señora desde los pies de la escalera—.Permítame ayudarla.
William le acarició el rostro a su amada por última vez antes de dejarla partir.
—Ezalel, te imploro que la protegas—le dijo William a su colega.
—Mi estimado William, soy un demonio. No me recuerdes mi trabajo.
Elizabeth miró muy enojada a Ezalel.
—¡No vuelvas a decir cosas así, Ezalel! Por tu culpa podrían descubrirnos—replicó la joven.
—Sí, sí. Lo que usted ordene mi señora—dijo el demonio—.Esto me pasa por pactar con niños.
La joven dama y su mayordomo salieron de la mansión donde los esperaba el carruaje tirado por un hermoso caballo blanco. El cochero saludo a Elizabeth con cortesía, y se pusieron en marcha lo más pronto posible.
—Los condes ya se encuentran en la Gran Logia, My Lady—comunicó Ezalel.
—Gracias.
El mayordomo notó nerviosismo en el rostro de su señora.
—¿Nerviosa, My Lady?
—Debo responsabilizarme por mis actos. Dejé escapar a un ser monstruoso.
—Ustedes los humanos son criaturas curiosas. El amor los impulsa a hacer cosas impensadas y estúpidas. Quien diría que un sirviente ocasionaría tal situación.
—Mi corazón me impulsa en cada combate contra los vampiros pero cuando estoy con William no puedo evitar sentirme en paz; cada vez que me abraza siento su calor y me gusta quedarme allí y oir el latido de su corazón.
—Los demonios no amamos, simplemente nos atraen las almas. Para nosotros hay almas que valen más que otras. Eso es todo.
El carruaje continuó su recorrido por las calles adoquinadas de la ciudad; todo estaba muy animado y repleto de gente.
Elizabeth no pudo evitar sentirse acongojada al ver a un pequeño niño tratando de vender unos periódicos sin suerte, ya que los adultos simplemente lo ignoraban o lo empujaban con violencia.
Ella no podía dimensionar el echo de qué podría pasarle si no vendiera la cantidad necesaria, ¿recibiría golpes? ¿no le darían de comer? o quizás algo mucho peor.
Estaba tan inmersa en sus pensamientos que no notó que habían arrivado a una enorme casa cuya arquitectura era gótica inglesa de dos plantas con ladrillos a la vista y techos en forma piramidal de color plomo oscuro, a los visitantes los recibía un pequeño pero hermoso jardín delantero lleno de flores y plantas.
Realmente parecía una vivienda ordinaria pero en realidad era el recinto donde se juntaban los miembros de la Gran Logia a debatir sobre las diferentes misiones a completar, hasta los entrenamientos de los pupilos; al tratarse de una edificiación alejada del resto de viviendas no había inconveniente para ellos. Lo que la gente común no sabía era que todo el perímetro era custodiado celosamente por guardias armados y expertos en combate.
En ese instante, un guardia se presentó en la puerta. Se trataba de un hombre alto, de tez caucásica y cabello castaño claro. Estaba vestido de manera muy elegante con un traje negro, camisa blanca y corbata negra. En su cabeza llevaba un casco que le hacía sombra sobre sus ojos, que tenía grabado un escudo que tenia una espada corta de hoja ancha, atravesando la forma que recordaba la boca abierta de un vampiro, de color rojo sangre; ambas sobre un círculo con picos color gris metal.
—¿Quién viene?—preguntó el guardia.
—Lady Elizabeth Blackwood, hija del conde Edward Blackwood y la condesa Emily Desmond—pronunció el cochero.
—¡Abran las puertas!
El mayordomo descenció, y ayudó a su joven ama.
—Lady Blackwood sea bienvenida—dijo el guardia mientras le hacía una reverencia.
—Muchas gracias, noble caballero.
—Permítame escoltarla hacia el interior, my lady—le dijo a la vez que le ofrecía su brazo.
—Es un honor.
Se encaminaron hacia el interior del edificio a paso lento, seguidos por Ezalel de cerca. Por su parte, la joven se dio fuerzas antes de cruzar la puerta.