La Cazadora y el Demonio

Capítulo II

Ezalel vigiló al demonio hasta que éste se hubo marchado.

—¿Sucede algo, Ezalel?—quiso saber Elizabeth.

—No, my Lady. Estaba observando las plantas. Están mal podadas, deberé reprender seriamente al jardinero—respondió el mayordomo haciéndose el distrido.

—Oh, comprendo.

Continuaron su recorriedo sin problemas. Por la mente de Elizabeth pasaban muchas cosas.

Recordó aquel verano de 1873 cuando conoció a William, un niño de ocho años bastante tímido y tierno. Estaba de la mano de su padre, el mayordomo principal de la mansión y el confidente de Edward.

Al principio no los dejaban estar juntos por mucho tiempo hasta que la pubertad despertó en ellos.

Si bien el hijo del mayordomo no poseía la educación esperada de los aristócratas, a Elizabeth le gustaba el esfuerzo de William por aprender a leer, sobretodo cuando el muchacho la escuchaba leyendo libros en la biblioteca mientras fingía ordenar el lugar.

Debido a su trabajo, Elizabeth debía ser dura y directa, además de buena guerrera; sin perder la refinura propia de una dama de la nobleza. Sin embargo, la compañía y la ternura de William le hicieron ver que la vida se componía tambíen de momentos simples y hermosos.

Los años forjaron entre ambos una tierna amistad que poco a poco se fue transformando en un amor pocas veces visto en la alta sociedad inglesa.

No hacía falta ser adivino o brujo para percibir en sus miradas ese brillo que sólo el amor es capaz de manifestar. Incluso caricias eran suves y pausadas.

Por respeto y timidez, jamás se habían besado y ese era uno de los mayores sueños de la muchacha pero realmente a eso lo veía muy lejos de poder concretarse.

En ese instante una mano la sujetó con firmeza por el brazo haciéndola regresar al presente. Tardó unos segundos en caer la cuenta que estuvo muy cerca de caer en una de las fuentes del jardín.

—¿My Lady, está bien?—le preguntó Ezalel.

—Eh...sí. Me distraje por un segundo. Lo siento—respondió la joven todavía perpleja.

—El amor entorpece, My Lady.

No sé de qué hablas, tonto.

Elizabeth se soltó para darse la vuelta y regresar por donde vino.

—¿Hablaba por Lady Elizabeth o por usted?—fue la pregunta de Grace, la dama de compañía de la joven. Se trataba de una mujer de 22 años, de cabello castaño oscuro y ojos cafés.

—Señorita Grace, no confunda mis deberes como mayordomo con atracción hacia mi señora—replicó el demonio.

—Lady Elizabeth es una dama que jamás miraría a alguien como usted ni como William. Lo que hizo sólo es el acto de una niña mimada—respondió en tono enfadado.

—Oyéndola nadie creería que es amiga de señora.

—Ser su dama de compañía no me transforma en su mejor amiga.

—Si su deseo es hablar mal de Lady Elizabeth, hágalo en el momento en el que yo no esté presente. No permitiré tal falta de respeto; mi fidelidad es hacia ella no hacia usted.

Antes de poder retirarse para irse con su señora, Grace le dijo algo más:

—Hagas lo que hagas, ella jamás te amará. Ojalá nunca conozcas esa emoción.

—Naci sin la gracia de poder amar. Al igual que usted.

El demonio alcanzó a la joven dama que se estaba aproximando a la mesa que los otros sirvientes habían preprado con esmero para la hora del té. Allí se encontraban los condes que estaban charlando animadamanete.

En ese momento William anunció el arribo de Lord Ernest Edward Blackwood y su esposa Lady Katherine Hills.

El mayor de los Blackwood era un joven alto, delgado, de tez caucásica, ojos verdes y cabllo rubio. Usaba su barba candado bien prolija y bien cortada. Por otro lado Lady Katherine era un par de años más joven que su esposo, de tez caucásica, cabello largo color castaño claro y ojos azules; también era la hija mediana del vizconde Hills.

—Padre, madre, tanto tiempo sin verlos—fue el saludo de Ernest.

—¿Cómo les fue en su luna de miel?—preguntó la condesa.

—Fue de ensueños, suegra. París es hermoso—contestó Lady Katherine. Ese día usaba un vestido de lino rosa pastel con volados enla zona de la falda y un sombrero a tono—.Por fortuna los días fueron espléndidos.

—Me alegra oir eso, querida.

—¡Hermano!—se oyó una exclamación.

Se trataba de Lady Elizabeth quien había subido corriendo los tres escalones que separaba la casa del jardín para ir a brazar a su hermano efusivamente.

—Bienvenido nuevamente hermano—dijo ella separándose un poco.

—Gracias pero debo decirte que me enteré que enfrentaste al marqués Sharwood, ¡bien echo!

—No es el momento de hablar de esas cosas—intervino Edward—.Concentrémosnos en el viaje.

—Con guste padre.

La charla fue muy amena.

Más avanzada la tarde, Ernest se topó con William.

—Lord Blackwood, ¿desea algo?

—Soy conciente que los sentimientos de mi hermana no son un simple capricho de joven inexperta, y espero que sus sentimientos sean igual de fuertes.

—Lo son my Lord. Si para probar que amo a Lady Elizabeth me tengo que arrancar el corazón y dárselo, lo haré sin dudar.

—Escucharlo de tus labios me da cierta tranquilidad pero supongo que sabes que esto le puede ocasionar más de un problema a mi hermana.

—My Lord, usted sabe que jamás le traería alguna desgracia a Lady Elizabeth. Preferiría morir a verla triste.

Ernest quedó en silencio por un largo tiempo antes de hablar:

—Hablaré con el Consejo, y trataré de evitar lo peor pero no prometo nada.

Sin esperar respuesta el mayor de los hermanos se retiró.

Las horas pasaron entre charlas, juegos y comida hasta que la hora de dormir llegó.

Grace ayudó a su señora a sacarse el vestido y colocarse su piyama.

La joven se quedó leyendo un libro hasta que el cansancio la venció.

Lady Elizabeth se encontraba en un cuarto el cual no pertenecía a su casa. El recinto no era muy grande en el cual sólo había espacio para un sillón de un cuerpo alargado con bordes dorados, una mesa ratona de mármol rojo oscuro y un cuadro sin imágen con el fondo en negro colgado en el otro extremo del lugar. Las ventanas estaban tapadas con cortinas color rojo sangre, y el piso era de mármol blanco al igual que las columnas soporte.




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