Desde arriba del peñasco miré a las enormes ratas caminando hacia la entrada de la cueva. Como es lógico, esta era oscura y me era imposible ver qué había en su interior, pero sí podía escuchar. Cada vez que una de aquellas ratas del tamaño de un toro entraba ahí, se oía un crujir de huesos seguido de un chillido que me helaba la sangre. Fueron al menos diez ratas las que por una extraña razón entraron a la cueva; como si algo las hubiese hipnotizado. Sus cabezas fueron arrojadas a la entrada de dicha cueva. Aquello que estaba dentro se había comido todo, menos las cabezas. Y si aquellas ratas eran del tamaño de un toro, no quería imaginar qué criatura fuera de todo pensamiento las había devorado. Pero no tuve que imaginar nada, pues aquella cosa que estaba dentro de la cueva asomó la cabeza y rugió.