Dinamarca
La sala de conferencias resonaba con la intensidad de las preguntas incisivas y probacadoras que los periodistas lanzaban al príncipe Edwards. Cada palabra era un dardo afilado qué amenazaba con socavar su autoridad y poner en entre dicho su capacidad para dirigir una nación.
—¿Qué tan ciertos son los rumores sobre abdicar al trono? —inquirió la periodista con un tono agudo, que cortaba el aire como una hoja afilada.
—Rumores. Usted misma acaba de señalar señorita —respondió Edwards, con una sonrisa fingida que apenas ocultaba la tensión en sus ojos—. Mi padre solía decir que los rumores no se deben dar por sentados, ya que no son más que suposiciones y nada está más lejos de la verdad que una suposición.
—Sin embargo, a su padre, parecían perseguirle los rumores... —apuntó la misma reportera, con una mirada penetrante que buscaba socavar la confianza de Edwards.
La mención de su padre, fue estúpido e imprudente. Aquello desencadenó una oleada de emociones encontradas en el príncipe, quién sintió el peso de las expectativas y las comparaciones que le perseguían como una sombra. Un zumbido violento se hizo en su cabeza, lo que lo hizo tambalear por un instante, revelando la vulnerabilidad que yacía bajo su fachada firme.
—¡Su alteza, alteza! ¿Por qué esperar hasta ahora para desmentir? Si hace meses se rumora aquello. ¿Es por qué ahora el rumor ha tomado más fuerza? —La voz de otro periodista, resonó con una acusación velada que provocó un murmullo inquietante en la sala.
—¿Tal vez, cree usted qué esto sea un mensaje y haya quienes piensen que no es lo suficientemente capaz para dirigir una nación? —Otra pregunta llegó como un golpe directo, desafiando la seguridad de Edwards en si mismo, y en su capacidad para dirigir un país—. ¿Tal vez, piensen que usted es un poco incompetente e inmaduro?
—añadió.
Edwards recuperó su compostura rápidamente, respondiendo con una pizca de humor y astucia a cada pregunta que llovía sobre él desde todas direcciones. Las acusaciones y dudas se multiplicaban. Sin embargo, él se mantenía firme, con la determinación grabada en cada gesto.
—¿Lo afirmas o lo preguntas? Yo supongo que a veces las personas se aburren.
El príncipe, dispuesto a retomar el control de la situación. Con una sonrisa encantadora y un brillos de seguridad en sus ojos. Comenzó a responder con palabras nada directas en un tono divertido, lo que provocó que varios reporteros dejarán salir algunas carcajadas de gracia.
—¡Alteza! ¿Será qué el príncipe tiene dudas?
Edwards tomó un instante para contemplar la pregunta, permitiendo que sus ojos transmitieran una seguridad inquebrantable antes de responder con voz firme: —Yo nunca tengo dudas.
Los reporteros captaron la firmeza en la voz del príncipe, reconociendo en sus palabras una convicción inquebrantable. Sin embargo, después de varios minutos, él silencio se volvió a romper con un cúmulo de preguntas.
—Orden. ¡Orden, por favor! —exclamó, acercándose al micrófono el secretario de prensa de la familia real, él elevó su tono para llamar la atención de los periodistas exigiendo respeto y compresión en la sala.
—Quiero concluir está rueda de prensa. Resaltando el hecho; que nunca, bajo ninguna circunstancias he pensando ni por un segundo abdicar. Y sobre sus preocupaciones, les garantizo que cuando llegue el momento, dirigiré tan bien como hasta ahora lo ha hecho su Majestad la reina. ¡Yo amo a Dinamarca! Y voy a demostrar con hechos que puedo llegar a ser merecedor de su confianza. Gracias a todos por venir —Sus palabras resonaron en la sala con una claridad y una seguridad que no admitían dudas, mientras se retiraba rodeado de su anillo de seguridad.
A pesar de haber seguido el consejo de su madre de ser breve pero contundente, las interrogantes seguían en el aire, como si fuera una balacera del viejo oeste.
—¡Alteza! ¿Su viaje a París fue por placer o negocios? —gritó.
—¿Qué hay de cierto sobre qué está saliendo con una actriz estadounidense? ¿Acaso ha decidido al fin sentar cabeza?
Edwards se detuvo por unos segundos y apretó los labios con una sonrisa de satisfacción al escuchar la última pregunta. Tal parecía que su plan estaba dando resultados.
—¿Ya conseguiste lo qué te encargue? —preguntó con seriedad, caminando por los grandes e impecables pasillos de la casa real, acompañado de Ashton y dos guardaespaldas más.
—Así es, cómo pudo notar, el rumor ha llegado a la prensa —respondió Ashton, en un timbre bajo para evitar que los demás seguridad que caminaban varios pasos detrás de ellos pudiesen llegar a escuchar algo de la conversación—. Y el príncipe estará caminando de la mano, mañana, por las calles de Nueva York, con una aspirante a actriz poco conocida.
El príncipe asintió con aprobación, consciente de que esté movimiento podrías desviar la atención de los rumores y permitirle mantener un perfil más bajo durante su estancia en Nueva York.
—Perfecto. Ahora sólo tengo que pasar desapercibido en lo que esté aquí —murmuró, ajustando con gesto preciso su corbata.
—¿Cree usted qué el señuelo funcione?
—¡Eso espero! Que sea lo suficientemente creíble para que Lucy deje de sospechar de mí —respondió Edwards, con un poco de ansiedad en su tono, consciente de la delicada situación en la que se encontraba.
—Si sabe qué sólo retrasa lo inevitable, ¿cierto? —señaló Ashton, recordando la realidad implacable que lo rodeaba.
—Lo sé, lo sé... —repetía con desánimo, ladeando la cabeza, su semblante estaba lleno de dudas y preocupación—. Pero, ¿qué opción tengo? Y la verdad no es una de ellas. No aún —respondió, deteniendo el paso y volteando hacia Ashton en busca de respuestas—. Tú crees que mi madre...
—¡Su alteza real! —le interrumpió el ama de llaves, haciendo una respetuosa reverencia, su voz resonó con respeto y formalidad—. La reina solicita su presencia para tomar el té —informó, inclinando la cabeza ligeramente como signo de apreciación para luego retirarse.