Después de la pelea, y de la tormenta mediática que se desató, ni Diane ni yo quisimos prestarle demasiada atención a las redes. Sabíamos que no podíamos controlar lo que decían, y preferimos centrarnos en algo que fuera solo nuestro. Diane estaba emocionada, con una chispa en los ojos, y me dijo con entusiasmo que había un lugar cerca que había querido visitar durante mucho tiempo: Mount Dora. Era imposible negarme cuando la veía tan ilusionada, así que le propuse que fuéramos juntos.
Mientras volvíamos al hotel esa noche, le comenté a mis padres la idea de quedarnos el resto del fin de semana, solo Diane y yo, para explorar el lugar. Mi familia se quedó tranquila sabiendo que nos quedaríamos en la ciudad, y, aunque mi madre me miró con una mezcla de advertencia y cariño, finalmente accedieron. Con sus bendiciones, se despidieron y regresaron a Atlanta.
Al día siguiente, mientras íbamos en el auto hacia Mount Dora, Diane no paraba de hablarme del lugar, y escucharla describirlo era como escucharla compartir un pedacito de su corazón. Me contó que siempre había soñado con recorrer ese sitio, como una especie de escape de todo lo que había vivido, algo así como su paraíso escondido. Mientras hablaba, su entusiasmo era contagioso. Me contó que el pueblo tenía un aire único, como una especie de mezcla entre un cuento antiguo y un refugio de tranquilidad.
—Dicen que tiene una arquitectura preciosa, casi europea —me comentó Diane, mirándome con una sonrisa que me hacía difícil concentrarme en el camino—. Tienen una tienda de té y libros en la calle principal que parece sacada de una película, y los cafés… te juro, Javon, que los cafés son como de otro mundo.
—Entonces tendremos que probarlos todos, ¿no? —le respondí, y ella soltó una pequeña risa.
Mientras nos acercábamos, el paisaje cambiaba. La ciudad daba paso a pequeños caminos rodeados de árboles que dejaban pasar rayos de sol entre sus hojas, y, finalmente, llegamos a Mount Dora. Tan pronto como bajamos del auto, Diane respiró hondo, como si el aire de aquel lugar fuera diferente, más fresco, más libre. Sus ojos recorrieron el lugar con admiración y parecía emocionada, como una niña pequeña en un parque de diversiones.
Empezamos caminando por las calles adoquinadas, con casas antiguas de colores pasteles que parecían congeladas en el tiempo. Diane me tomó de la mano y me guió hacia un mercado al aire libre donde los vendedores ofrecían desde frutas frescas hasta artesanías y libros de segunda mano.
—Este lugar es… increíble —dije, mirando alrededor y sin poder creer lo tranquilo que se sentía todo—. Parece que el tiempo se detuvo aquí.
Diane sonrió y se acercó a un puesto de libros antiguos, hojeando con cuidado un par de ellos. Mientras lo hacía, se giró hacia mí y, con una mirada cómplice, me contó que su madre solía traerla a lugares así cuando era pequeña.
—Ella solía decirme que algún día viviríamos en un lugar como este —susurró, con una pequeña sonrisa nostálgica—. Como un sueño compartido, ¿sabes?
Acaricié su mano, y sin necesidad de decir más, continuamos nuestro paseo. Caminamos hasta llegar a un lago en el centro del pueblo, donde el agua parecía un espejo y reflejaba el cielo tan claramente que por un momento parecía que caminábamos entre nubes. Nos sentamos en un banco y observamos el atardecer, el sol pintando el cielo de tonos naranjas y rosas. Era como si el tiempo se hubiera detenido para nosotros, sin distracciones, sin nada más que esa tranquilidad compartida.
Diane apoyó su cabeza en mi hombro y soltó un suspiro relajado.
—Gracias, Javon. Este lugar… realmente es lo que necesitaba —dijo en voz baja—. Creo que esto es lo más cerca de sentirme en casa que he estado en mucho tiempo.
No supe qué decir, así que solo le rodeé los hombros con el brazo y nos quedamos en silencio, disfrutando de ese instante. No necesitábamos palabras; estar juntos, en ese lugar, era suficiente.
A medida que la noche caía, nos dirigimos a uno de los cafés que Diane había mencionado. El lugar era pequeño, acogedor, con una luz cálida que envolvía cada rincón. Pedimos un par de tazas de café y algunos postres, y mientras ella me contaba anécdotas y sueños, me di cuenta de que cada palabra, cada gesto, me hacía quererla un poco más.
—¿Sabes? —dije en un momento—, creo que este es uno de los mejores fines de semana que he tenido en mucho tiempo.
Ella sonrió, su mirada brillando en la tenue luz del café.
—¿En serio? —preguntó Diane, con una sonrisa de esas que iluminan toda la habitación.
Asentí, mirándola fijamente, y me di cuenta de que no había exagerado en lo más mínimo. Este lugar, este fin de semana, y sobre todo, ella, me estaban haciendo ver el mundo de una forma diferente. Había algo en la paz de Mount Dora y la sencillez de estar a su lado que me hacía pensar que así era como debía sentirse el verdadero hogar.
Pasamos horas en ese café, hablando de sueños, de nuestras vidas y de lo que ambos queríamos construir en el futuro. Diane me habló de su mamá y de los planes que solían hacer juntas, como viajar algún día a Italia y aprender sobre arte y cultura. Yo le conté sobre mis metas en el ring y sobre lo que realmente significaba para mí pelear. Al escucharme, Diane me miraba con una mezcla de admiración y comprensión, como si realmente entendiera lo que significaba para mí.
Después del café, salimos a dar un último paseo. La noche estaba despejada, y las luces del pueblo, pequeñas y parpadeantes, parecían estrellas perdidas en la tierra. Caminamos de la mano, sin apuros, como si nada ni nadie pudiera interrumpirnos.
—¿Sabes qué es lo que más me gusta de aquí? —dije, rompiendo el silencio.
—¿Qué? —preguntó Diane, mirándome con curiosidad.
—La paz. Aquí no tenemos a nadie molestándonos, ni cámaras, ni la presión de ser alguien más. Solo somos tú y yo, viviendo el momento. Creo que aquí, contigo, finalmente entiendo qué es sentirse en paz.