La Chica de Jesse

Capítulo 11

El resto del verano transcurrió pacíficamente y sin grandes sorpresas, excepto por el coche que Jesse recibió para su cumpleaños número diecisiete en agosto. Pese a que Ethan seguramente sintió deseos de que se aprobara alguna ley que me impidiera poner un dedo o cualquier otra parte de mi anatomía sobre el vehículo, esa noche nos fuimos a festejar a Bismarck en el lujoso Mercedes; y aquel fue el comienzo de un montón de viajes improvisados a la ciudad con Sarah y Bryan, y también el de largas y mágicas noches en algún lugar a las afueras del pueblo, solo nosotros dos.

Con el comienzo de las clases, el buen humor de Bryan se esfumó bruscamente, y casi todo el tiempo se lo oía quejarse de los deberes y de todo lo que había que estudiar. Eso desencadenaba varias discusiones entre él y Sarah.

El primer día de escuela me recibió con la noticia de que Vera había abandonado la ciudad para irse a vivir a Nueva York con su padre. Según Regina, Steven Lane había recibido una interesante propuesta de trabajo en la Gran Manzana, y Vera no dudó en convencerlo de aceptarla. Tal vez, un tiempo atrás, enterarme de eso me habría afectado un poco, pero haber pasado tres meses sin acercarme a Vera y sin saber nada de ella terminó haciéndome comprender que no necesitaba en mi vida a nadie que no quisiera estar allí. Vera me había demostrado con su silencio, y con las breves miradas despectivas que me había dedicado antes de que comenzara el verano, que nuestra amistad estaba bien muerta, enterrada y, ya a esas alturas, reducida a polvo.

Sinceramente, no podría haberme importado menos.

Para el receso de invierno, Bryan recuperó el buen humor. Era prácticamente imposible que la blanca nieve, donde se reflejaban los colores de las luces navideñas que adornaban las calles, no subiera los ánimos de la gente.

Navidad siempre había sido mi época favorita del año. No me importaba el frío, ni que todos los negocios, centros comerciales y demás lugares se encontraran abarrotados de gente. Caminar por ahí y ver los árboles, los adornos y las luces, me llenaba de felicidad y tranquilidad. Todos parecían llevarse bien y los problemas quedaban olvidados durante el mes de diciembre.

Pese a que para las Navidades éramos solo mamá y yo (lo cual no significaba que no nos divirtiéramos), este año en particular iba a ser diferente. Si bien Jesse recibiría familiares en su casa, nos había prometido que pasaría el día con nosotras, argumentando que, con tanta gente desparramada por ahí, no notarían su ausencia. Eso me hacía desear con más ansias que el día llegara. Mamá adoraba a Jesse, y cada vez que se juntaban se armaba una competencia de chistes que les dejaba los rostros de un color rojo intenso de tanto carcajearse. Sin lugar a dudas, eran mis dos personas favoritas en el mundo entero.

Por todas esas razones y más, ni por un segundo se me cruzó por la cabeza, aquella fría y gris tarde de sábado en la que Jesse fue a buscarme a mi casa y me pidió que diéramos un paseo, que la noticia que traía consigo haría que todo diera un giro que, de tan inesperado, acabaría siendo violento y capaz de destruirlo todo a través de unas pocas palabras.

Hablando de cualquier cosa, caminando lentamente por las calles, llegamos a las afueras del pueblo en el sentido contrario al que se ubicaba la parada del autobús. Increíblemente, nunca antes había estado allí, pero no tardé en quedar fascinada y completamente enamorada del paisaje que me rodeaba: los pinos altísimos, los restos de la nieve que había caído el día anterior, formando grandes manchas blancas sobre el suelo, y algunas hojas anaranjadas que se habían resistido hasta último momento a desprenderse de los desnudos árboles, recostándose sobre ella y dándole algo de color. A unos pocos metros se oía el agua del río, que aún no se había congelado, agitándose con las corrientes de viento repentinas.

Sostuve la idea de que este podría convertirse en mi lugar preferido en el pueblo después del muelle, hasta que escuché lo que Jesse tenía para decirme. Después de eso, se convirtió en el lugar que, hasta el día de hoy, alberga uno de mis peores y más tristes recuerdos.

Había notado que algo andaba (probablemente) mal desde que Jesse se apareció en mi casa con aquella expresión tan insondable en su rostro, pero, ni en mi peor estado de pesimismo, se me habría ocurrido pensar que lo que saldría de su boca impactaría en mí como un montón de balas veloces y dolorosas.

—Me voy, Mel.

Ni siquiera pudo mirarme a los ojos cuando pronunció aquellas palabras a las que les sucedió un intenso silencio. Su mirada permanecía fija en el suelo mientras él continuaba de pie allí, con las manos en los bolsillos de su abrigo negro.

Hablar con la boca seca me supuso un enorme esfuerzo.

—¿Te vas? ¿A dónde?

—De vuelta a California.

Tenía que ser una broma. Sí, tenía que serlo... Una broma de muy mal gusto. Pero aunque busqué y rebusqué en sus ojos escurridizos con insistencia, la amargura y la derrota presentes en ellos afirmaban que lo que él acababa de decir no era más que la verdad: se iba.

Abrí la boca varias veces, pero mi cerebro no conseguía conectarse con mi lengua. Cuando por fin dejé de sentir el corazón en la garganta y mi respiración se apaciguó un poco, de entre mis labios escapó la pregunta que dentro de mi cabeza se repetía silenciosamente, una y otra vez.

¿Por qué?

Jesse se pasó la mano por el rostro y suspiró.

—Mi abuela está muy enferma. Tiene cáncer. Había mejorado antes de que viniéramos aquí, pero ahora empeoró. Le quedan tres o cuatro meses de vida; así que esta será su última Navidad. Mi mamá siempre tuvo una relación muy estrecha con ella, y quiere aprovechar el tiempo que le queda. Y yo la entiendo, ¿sabes?

—Y.... —barboteé—. ¿Y por qué no la traen aquí? Jesse, no es necesario que ustedes se vayan...




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