Summer.
3 años después.
Una canción de Beethoven resonaba por todo el lugar, juraría es fur elise. Las paredes a oscuras, las puertas selladas y policías por todos lados.
La lluvia golpeaba con fuerza las ventanas, le daba a todo un aura tenebrosa.
El resonar de tacones hizo que sonriera involuntariamente, moví apenas mis brazos, en cuanto vi unos zapatos negros demasiado brillantes, fue que alcé la cabeza.
—Señora Jacqueline—saludé.
La eludida me miró, sus grandes ojos negros me observaron, sin ápice de emociones.
—Summer Huguette Astor—habló mientras me observaba.
—Juraría que la última vez que la vi estaba más joven.
No mentía, hacia aproximadamente un mes que no le veía, desde el juicio.
Ahora tenía arrugas. Y esa fea verruga en su frente que da una mala sensación.
—Juraría que la última vez que te vi, eras más callada.
Como puedo me enojos de hombros, apenas percibirle por el chaleco de fuerzas que llevo.
Una sonrisa se expande por mi cara mientras ladeo la cabeza.
—Que decirle, cosas de la vida—le digo, mis ojos no se despegan de los suyos.
—Espero y hayas cambiado, Astor—me respondió—, no quiero verte por aquí, al menos por un largo tiempo.
Antes de responderle me inclino un poco hacia delante, observando las paredes grises y las puertas selladas. En la quinta planta, hay muchísima más seguridad que en ningún lado.
Vuelvo mi vista a ella, intento acercarme un poco más, pero uno de los policías me lo impide.
—Las personas no cambian, señora Colvin—susurro—, fingen hacerlo, lo aparentan. Pero tarde o temprano, demuestran ser los mismos monstruos del principio.
Quien se acerca a mi esta vez es ella, con una jeringa en su mano, clava la aguja en mi cuello, ya no duele. Puedo sentir el sedante salir de la aguja y entrar a mi sistema.
Cuando los ojos comienzan a pesarme, también lo hace mi cabeza.
—Que tengas buena vida—me dice.
—Púdrase—logro murmurar.
▼▼▼
Odio la mirada que me da la gente cuando me mira. Odio como las madres y padres apartan a sus hijos, o el hecho de que alejen sus pertenencias.
Sí, mi cuerpo está cubierto de tinta, con distintas formas, casi todas tienen un significado para mí, pero el hecho de tenerlo, no me hace al instante una ladrona o algo.
Conozco mi historial, quien lo supiera huiría, pero ellos no lo saben. Deberían dejar de juzgar por las apariencias.
Aunque creo que también lo hacen en parte porque los policías aun no me quitan el chaleco de fuerza amarrillo pato.
—¿Por qué llevas esa cosa? —me pregunta una voz infantil.
Ladeo la cabeza, embozando una sonrisa falsa.
Un niño y una niña, tomados de la mano. No se parecen, por lo que intuyo que no son hermanos. Él, cabello negro y ojos miel, y ella de ojos verdes, con su cabello dorado. Son algo dulce de ver, pues el niño está un poco por delante de ella, de manera protectora.
—Ellos creen que estoy loca—les digo señalando con un leve gesto a los policías.
Uno de ellos me escucha, se acerca un poco a mí. Estoy sentada y él parado a mi izquierda. De forma disimulada, apoya su arma en mi hombro. Es una amenaza, tienen orden de dispararme un dardo tranquilizante en caso de intentar algo.
No sería tan estúpida, ellos tienen la forma de liberarme del chaleco, en caso de intentar algo, lo haría cuando este sin él.
—¿Y lo estás? —pregunta la niña.
Por el rabillo del ojo noto otro policía. ¿Es en serio?
—Tal vez—murmuro así solo ellos me escuchan—, pero todos estamos un poco locos.
Ambos sonríen, como si yo les hubiese dicho que les daré dulces. Se acercan más a mí. La niña me observa, estira su mano, pero el niño la toma y niega con la cabeza.
—No puedes hacer eso sin su permiso—dice él con el ceño fruncido.
La pequeña baja la cabeza, parte de su cabello cubre su rostro.
Sonrió, una sonrisa de verdad.
—Puedes tocar—le digo.
Levanta su cabeza rápidamente con una gran sonrisa en su rostro, lo que provoca que me arrepienta.
Evito hacer una mueca cuando sus pequeños dedos recorren desde la lagrima de tinta negra debajo de mi ojo a la rama con tan solo una hoja, junto a mi oreja, otra hoja cae más abajo, en la línea de mi mandíbula. Sin tocar, observa los pocos que son notorios en mi cuello.
—Me gustan—dice luego de un rato— yo también quiero uno de esos.
Enarco una ceja, mirando hacia otro lado.
Mi primer tatuaje fue a los nueve años, en un lugar clandestino. Habia escapado de casa tras discutir con mi madre, una pelea tonta pero significativa para mí. Esa misma noche, tras largas horas de llanto, cuando el reloj marco las dos y treinta de la madrugada, salí por la ventana.
La verdad, es que en ningún momento supe donde acabaría. Solo camine y camine, hasta que note que el lugar donde estaba, no me resultaba familiar. Iba a marcharme, tenía frio y miedo, pero luego lo vi, un viejo cartel de neón azul que decía "Tatuajes", entre en busca de ayuda, y allí conocí a Camille, una mujer de treinta y nueve años, con todo su cuerpo lleno de tatuajes. Ella hizo un noventa por ciento de los míos.
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Editado: 07.09.2020