El día uno, es crítico, amanezco con los pies hinchados como un balón de fútbol americano y ganas tremendas de dormir el día entero. Ocupo la habitación del final del pasillo, las más alejada de todo. Ese día, soy testigo del potencial que tiene Louise para poner parrandas, algo anda mal ahí, la niña está siendo demasiado consentida por parte de ellos. Lanza los biberones, tira la papilla y grita como si estuviese siendo torturada. Converso con Rose mientras doy un pequeño paseo por el jardín, ella definitivamente no va a tener la oportunidad de ser malcriada, cuando se le deba llamar la atención, se le hará, desde el primer momento. Pasado el mediodía, la tía Mía sale un momento de la casa para ir a resolver unos inconvenientes en su restaurante, por lo cual, la pequeña queda al cuidado de Brígida y Sam, las chicas que se encarga del cuido de la casa. Se ganan mi respeto y admiración, puesto que yo habría salido corriendo en el primer segundo, pero ellas parecen estar acostumbradas a las actitudes de la niña. Ese día, me encierro en la habitación y solo salgo para alimentarme, paso el tiempo metida en la lectura y entre horas, aprovecho para escribir un poco.
Segundo día, me niego a salir de la cama. Opto por leer y comer, lo hago mi modo de vida. El almuerzo parece caerme mal, puesto que las náuseas y el hastío no me dejan en paz, el zumo con hielo, es mi mayor aliado. Por la tarde, Paul me llama para saludar y cerciorarse de que todo esté bien, conversamos por poco más de media hora, hasta que debe volver al trabajo. En la noche, me cuesta dormir, la dificultad de movimiento con que me toca lidiar, solo puede desesperarme. Consigo conciliar el sueño, pasadas las dos de la mañana. Al día siguiente, parezco estar en guerra contra todos, el mal dormir nunca me ha sentado, mucho menos ahora con las hormonas tan revolucionadas a como las traigo, mi estómago se pone renuente a la comida, por la mañana, las galletas saladas y el yogur de arándanos, me alimentan.
Un cuarto día, y todo parece mejorar, puedo comer con tranquilidad y permanezco gran parte de la mañana en el jardín.
Ya es viernes, borro un día en el calendario, mañana regresa Paul. Hacemos una videollamada, donde me muestra el dichoso hotel en que se hospeda, una pila de papeles en los que trabaja revisándolos para entregarlos y estar libre al fin.
—He encontrado un vuelo que coincide con la hora de llegada de mis padres —me dice, mientras le da un sorbo a su café. —Así que, estaríamos en Seattle a eso de las cuatro de la tarde.
— ¿Y no puede ser antes? —hago un mohín de decepción. Por mí podría volar ahora mismo.
—No, cariño. Por la mañana es la última reunión, ya después podremos irnos. Yo también estoy loco por estar ahí, pero debo cumplir con mis compromisos. —Qué fastidio, me dan ganas de cerrar la Mac de un solo golpe. —Esto será la último que haga por Müller en este mes.
Nota mi mala actitud, el terrible humor que me cargo, yo misma le digo que ya es tiempo de terminar la llamada, aunque unos segundos después me arrepiento, pero me abstengo de llamarle. Me enojo por todo, parece ser mi ciclo todos los días de inicio a fin. Viendo la hora, me decido por tomar una siesta. Al despertar, la tarde está cayendo, es increíble la cantidad de tiempo que soy capaz de dormir, y bueno, aprovecho muy bien ahora, porque me esperan meses de desvelo. Me dirijo a la sala para dar señales de vida, puesto que he ocupado el día en estar encerrada, para no variar. Conforme me acerco, escucho voces que poco a poco van aclarándose.
¡Mi madre está aquí! Ya me ha visto, no puedo huir. Sin más, avanzo hasta el sillón donde están sentadas ella y la tía Mía. Esta última se disculpa para irse a la cocina con la excusa de revisar que la cena vaya bien, la realidad es que ha sido ella quien ha llamado a mamá para que viniera. Ni siquiera hace falta que lo diga, yo lo sé, por simple intuición.
— ¿Por qué no has ido a casa para quedarte estos días allá? —sin saludo ni nada, lanza de una vez el reclamo.
—Si, buenas tardes, mamá. Yo estoy muy bien, ¿Y tú? —digo en tono satírico. —La educación va primero ante todo.
—Mira, Phoebe. No me salgas con esas cosas, que no estoy para ello. Primero, pasas días sin querer atender el móvil, nada de visitas y Paul dándonos largas sin respuestas claras. ¿No sería más fácil decir que no quieres ir a casa y ya? Aunque por más que le doy vueltas, no sé cuál es el motivo. Lo que sí puedo asegurar, es que desde el día que se fueron porque estabas indispuesta, no me creo absolutamente nada. —Está enfadada, muy enfadada, y tiene razón.
— ¿Quieres la verdad? Pues te la diré, odio que me mientan, que todo el tiempo me tengan como la tonta. Estoy embarazada, pero no es necesario que pretendan hacerme caminar entre algodones. Sé muy bien que el inicio de este embarazo no fue fácil, pero tampoco estoy dispuesta a que se apoyen en ello para mentirme. —Oh, no... La mala leche Grey se hace presente. —El abuelo Ray, es un hombre muy obstinado, tanto como tú y yo, desde que tengo uso de razón, nunca quiso venir a vivir a Seattle. De pronto, y de buenas a primeras, decide aceptar. Perfecto, estoy muy contenta de que lo haga, al fin podré tenerle cerca. Pero, ¿Por qué el cambio tan repentino?
—Tanta insistencia acabó por convencerle. ¿Es serio es la razón de tu molestia? No me lo puedo creer, ¿Te desagrada que esté en casa y por eso te alejas?
—No, mamá. Lo que me molesta es que mientan, que todos lo sepan y que a mí me lo oculten las cosas. —Inhalo y exhalo, evitando alterarme de más, de lo contrario, les daría la razón. Sintiéndome más tranquila, prosigo: — ¿Creyeron que no me daría cuenta de la verdad? Pareciera que no me conocen, soy muy tenaz y por supuesto que iba a llegar al meollo del asunto. A ver, ¿Cuándo planeaban decirme? ¿Cuándo ya no hubiese nada que hacer por el abuelo o qué? Y no me mires así, yo los escuché —se me escapa un sollozo. —Sin quererlo, pero lo hice. Sé que el abuelo está enfermo, y que vino a Seattle para que puedan atenderle aquí y esté bajo tu cuidado. Ahora ya lo sabes, ¿Feliz?