Había una vez, en un valle muy, muy lejano, dos seres tan distintos como el invierno y el verano.
De un lado vivía Cubito, un pequeño cubo de hielo que brillaba como cristal bajo la luz de la luna. Era tranquilo, silencioso y siempre parecía estar rodeado de un suave aire frío. Aunque a veces se mostraba distante, tenía un corazón curioso que deseaba sentir algo más que el eterno hielo.
Del otro lado vivía Llamita, una chispa de fuego vivaz y alegre, que flotaba sin tocar el suelo. Su luz anaranjada iluminaba todo a su alrededor, y su calor hacía que cualquiera se sintiera acompañado. Era entusiasta, cálida y dejaba pequeñas estelas brillantes cuando reía.
Entre ambos se alzaba una montaña enorme, tan alta que las nubes descansaban en su cima. Y allí, justo en lo más alto, crecía una flor extraordinaria. Sus pétalos rosados parecían hechos de luz, y su perfume llegaba hasta los dos extremos del valle. Cubito la miraba con asombro desde su lado helado, y Llamita la admiraba con ternura desde su lado ardiente.
Los dos deseaban conocer esa flor, pues sentían que en ella había algo especial… algo que los llamaba a los dos por igual.