Ángel miraba por la ventana de su habitación, exactamente igual que los demás días, desde hacía ya casi tres semanas. Se pasaba allí las horas, simplemente observando a la gente pasear por la calle. Era como ver por televisión uno de esos programas aburridos e insulsos que no te aportan nada, y realmente era lo único que se había sentido capaz de hacer durante los últimos veinte días.
No se detenía a fijarse en nadie concreto ni a imaginarse ninguna historia que pudiera suceder en el devenir de la gente. Solo quería dejar pasar el tiempo, intentar no pensar en nada, procurando que los minutos no se hicieran eternos y crueles.
A menudo era interrumpido por su madre. Ella se acercaba a su cuarto, le llevaba algo de comer, procurando que saliera de allí con cualquier excusa. Eso era lo peor de todo: la incomprensión de los que tenía más cerca. En ocasiones, Ángel se preguntaba si a su familia no le bastaba con aceptar las cosas tal y como eran, sin cuestionarse nada más ni pelear contra lo inevitable, exactamente igual que lo hacía él. Entonces pensaba que debía ser difícil creer en el infierno, cuando no eres tú el que tiene ganas de morirse.
Sin embargo, ese día, su madre no lo había incordiado demasiado. Parecía que ni siquiera se había molestado al apartar de él la bandeja de comida que ella cuidadosamente había dejado unos segundos antes en la mesa de su escritorio. Ángel le había contado que el sábado saldría a dar una vuelta con una chica, porque David iba a organizarle una cita a ciegas con una tal Patricia. David era un buen amigo del barrio y siempre intentaba ayudarle cuando estaba deprimido. El tío lo hacía bastante bien ya que no le agobiaba demasiado. Nunca lo llamaba por teléfono ni iba a buscarlo a casa en los primeros días de bajada. Esperaba un tiempo prudencial y, cuando había pasado lo peor, quedaban para dar una vuelta y hacer que el mundo fuera poco a poco más amable. Con David también había compartido la mayoría de las subidas. En esos momentos salían a los bares y discotecas, y se divertían sin ningún tipo de freno: sin mirar la cartera ni el reloj, como si el mundo les perteneciera.
Esta vez la bajada había sido menos intensa y ya se encontraba más o menos preparado para volver a la vida normal. Quizá por ese motivo había aceptado quedar con Patricia, a pesar de que ese encuentro significara saltarse su propio protocolo. Generalmente nunca salía con alguien tan de golpe, y menos aún quedaba con una chica desconocida. Al principio, regresaba explorando el barrio unos pocos minutos al día, visitando los lugares que le hacían estar más tranquilo, como el parque de la chopera, donde el tiempo parecía detenerse y la prisa se escondía entre las fuentes y la belleza de la vegetación. Luego intentaba quedar con alguien que fuera fácil de soportar. Para eso tenía a David o a alguno de los chicos del barrio que siempre estaban sentados en las entradas de los portales, igual que el atrezo de una obra teatral a la que nadie presta demasiada atención.
Después de coger la suficiente confianza, normalmente estaba listo para ponerse a buscar trabajo. Siempre intentaba encontrar algo que le permitiera explotar sus habilidades. En lo que mejor encajaba era en un curro de comercial. Había multitud de empresas dispuestas a contratarte para vender aspiradoras, seguros de hogar, contratos de luz…, lo mismo daba. Ángel estaba acostumbrado a vender cualquier cosa desde los catorce años, y por algún motivo se le daba bien. Principalmente en las subidas. En dichos trabajos podía acompañarle David, que generalmente saltaba de un empleo de vendedor a otro, igual que él. La mayoría de las veces, los trabajos se los conseguían una empresa intermediaria. Ellos no eran muy exquisitos en su selección, pero preferían aquellos en los que no hubiera que ir mucho por la oficina y tuvieran buenas comisiones. Una venta a puerta fría era perfecta, el tipo de empleo que la mayoría de la gente no quería y el que dejaba más beneficios. Cuando estaban los dos juntos, en un día inspirado, eran capaces de convencer a quien fuera, de conseguir lo que fuera. El mundo se abría a su paso y el dinero dejaba de ser un problema. Entonces, eran los reyes del barrio y la vida no tenía ningún secreto.
Ángel salió de la habitación y se encontró de frente con su padre. Los dos bajaron instantáneamente el gesto al suelo, tratando de evitar una conversación. Con su padre la comunicación solo era de dos formas: a gritos o inexistente. La última vez que habían intercambiado una opinión, Ángel se había encontrado con una maleta llena de su ropa en el descansillo del portal. Aunque su madre no había tardado mucho en meterla en casa, deshacerla de nuevo, colocar todo, dar un beso a su padre y zanjar el asunto como si nunca hubiera ocurrido, sin tan siquiera dejar a Ángel la oportunidad de tener una reacción al respecto. En el fondo, sabía que su padre era una de las personas que más le quería e intentaba no tenérselo en cuenta, aunque tuviera esa forma tan destructiva de demostrárselo. Ese hombre había sufrido lo suyo, lo mismo que su madre, para que la familia no se fuera al garete. Incluso a veces pensaba que aquello le legitimaba para comportarse de una manera irracional e imprudente. Al fin y al cabo, en esa casa todos alguna vez habían cometido alguna tontería que luego habían querido borrar de sus recuerdos.