La Ciudad Del Silencio

I. El regreso a Calavéria

Nadie regresa a Calavéria por voluntad propia.
La ciudad yace entre montañas que parecen vigías cansados, y un río de aguas negras la rodea como si intentara mantenerla prisionera.
Dicen que en sus noches la luna no brilla: solo observa.

Amara Vassenti volvió una tarde sin cielo.
El tren exhaló un vapor espeso que olía a metal y tierra húmeda.
Llevaba un velo de duelo y un crucifijo oxidado colgando del cuello.
Su abuela —la curandera del barrio de las almas— había muerto, dejando tras de sí una herencia que nadie quería: la casa del silencio.

El camino hasta la colina era un corredor de sombras.
Cada piedra parecía pronunciar su nombre.
Cuando Amara abrió el portón, la puerta suspiró como si despertara de un sueño antiguo.

Dentro, la casa olía a agua estancada y cera derretida.
El altar aún ardía con velas torcidas, y sobre la mesa descansaba un cuenco de barro con agua turbia.
Dentro flotaban tres cabellos humanos, trenzados con hilos rojos y pétalos marchitos.

—Abuela… —murmuró Amara.

Entonces, desde el techo, un paso.
Después, otro.
Y una voz sin cuerpo, ronca, temblorosa, susurrando entre los muros:
No debiste volver.

El corazón de Amara golpeó como si quisiera escapar de su pecho.
El aire se espesó, se volvió antiguo, cargado de un silencio que no era quietud sino presencia.
Las paredes parecían respirar.

Subió la mirada. El techo tenía manchas oscuras que el tiempo había vuelto indistintas: podían ser humedad… o algo más.
El susurro volvió, más cerca, más humano:

—Ella no ha partido.

Un hilo de viento cruzó el pasillo, apagando las velas del altar una por una, como dedos invisibles tocándolas.
El crucifijo en su cuello ardió, no con fuego, sino con un frío punzante.

Amara retrocedió un paso, pero la puerta detrás de ella se cerró con un golpe seco.
El eco fue tan profundo que pareció descender hasta los cimientos.

Entonces, lo oyó: el sonido de uñas raspando la madera desde el piso superior.
Un arrastre lento, acompasado, como si alguien —o algo— caminara con los huesos desnudos.

—Abuela… —repitió, esta vez apenas un soplo.

Subió los escalones, uno a uno, con la lámpara temblando en su mano.
El corredor de arriba estaba cubierto de retratos: rostros familiares, pero distorsionados, como si las sonrisas hubiesen sido arrancadas con un cuchillo invisible.
Y allí, al final del pasillo, la vio.

Una figura, de espaldas, sentada en la vieja mecedora de la abuela.
El cabello gris cayendo como raíces, la piel tan pálida que parecía cera.
La mecedora se movía despacio, crujiente, marcando el ritmo de un rezo antiguo que se susurraba solo.

—Abuela…

La figura se detuvo.
El silencio pesó como una campana rota.
Luego, la voz —la misma que la había llamado— habló sin volverse:

—El silencio no protege… lo ata.
—¿Qué significa? —preguntó Amara, la voz quebrada.

La mecedora chirrió una última vez y se detuvo por completo.
Entonces, la cabeza se giró, demasiado lento, con un movimiento imposible.
Los ojos no eran ojos, sino dos pozos oscuros donde titilaban luces pequeñas, como luciérnagas ahogadas.

—Te estaba esperando.

La lámpara en la mano de Amara estalló, y todo volvió a ser oscuridad.

El estallido de la lámpara dejó tras de sí un olor a aceite quemado y un hilo de humo que se retorcía como una serpiente.
Amara quedó sumida en la oscuridad total.
Solo escuchaba el leve crujir de la mecedora… moviéndose otra vez.

Un murmullo creció en los muros, un murmullo de muchas voces: algunas susurraban su nombre, otras recitaban oraciones rotas, otras simplemente lloraban.
Amara tanteó el aire, sus dedos tropezaron con el respaldo de la mecedora, pero estaba vacía.
La figura había desaparecido.

Entonces, el suelo vibró bajo sus pies.
Desde abajo, desde el corazón de la casa, una respiración profunda comenzó a escucharse.
Era como si la casa misma exhalara.

Amara descendió las escaleras a tientas, con el crucifijo temblando en su pecho.
El altar seguía allí, pero el cuenco de barro ya no contenía cabellos ni agua: ahora estaba lleno de sangre espesa, burbujeante, que parecía recién vertida.
Y en medio de ella, flotaba una llave negra.

La tomó con cuidado.
Al tocarla, una imagen atravesó su mente: el sótano.
Un candado oxidado.
Una puerta que su abuela siempre había prohibido abrir.

El eco de aquella voz volvió a ella, como si emergiera del suelo mismo:
—El silencio guarda lo que los vivos no deben recordar.

El pasillo hacia el sótano estaba oculto tras una cortina de terciopelo que nunca había notado.
Al correrla, un viento helado la golpeó en el rostro.
Bajó los escalones.
Cada peldaño parecía hundirse bajo su peso, como si la madera se quejara.

El olor era insoportable: a tierra, a carne vieja, a flores muertas.
La llave encajó en el candado con un clic que sonó más fuerte que un disparo.
Giró.
La puerta se abrió.

Dentro, una habitación circular, cubierta de símbolos trazados en sangre seca.
En el centro, una silla de hierro y sobre ella… un cuerpo.
O lo que quedaba de uno.
Las cuencas vacías, los labios cosidos con hilo rojo.
Pero lo que heló su sangre fue ver el rosario que pendía del cuello del cadáver:
era el mismo que ella llevaba.

Entonces, una voz habló detrás de ella —idéntica a la suya, idéntica en tono, en temblor, en respiración—:
—Te dije que no volvieras.

Amara giró lentamente.
Frente a ella estaba… ella misma.
Pero más pálida, más vieja, con los ojos hundidos y las manos ensangrentadas.

—La casa no te deja ir —dijo su reflejo con una sonrisa lenta—.
Porque tú… ya moriste aquí.



#676 en Thriller
#315 en Misterio
#213 en Paranormal

En el texto hay: paranormal, terror, suspenso

Editado: 10.10.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.