La Ciudad Del Silencio

II. El eco de los pactos

La casa del silencio no tenía tiempo.
El aire dentro de ella era denso, con un aroma agrio a aceite de lámpara y polvo húmedo.
Las sombras parecían retorcerse en las paredes, como si estuvieran hechas de algo vivo.

Amara caminó despacio por el corredor principal.
El suelo crujía bajo sus pasos, recordándole que cada tabla había sido pisada antes… por alguien más.
Las fotografías colgadas a los lados estaban cubiertas por una fina capa de hollín.
Pero en una de ellas —una vieja imagen de su abuela sosteniéndola de niña— notó algo imposible:
ella no estaba.
Solo la abuela, sonriendo, con un espacio vacío al lado.

Sintió el peso de la nota en su bolsillo.
No subas sola. La casa recuerda.
Pero el silencio del piso superior la llamaba, con una dulzura enfermiza.

Subió.
La barandilla estaba fría, casi húmeda.
A mitad del tramo, un sonido se filtró desde las paredes: el golpeteo lento de un péndulo invisible, marcando los segundos con la precisión de un corazón.

—Abuela… —susurró, apenas audible.

Al llegar al rellano, el olor a cera derretida se intensificó.
Las velas, colocadas en fila sobre una cómoda, se encendieron una tras otra.
En su titilar, pudo ver lo que hasta entonces había creído producto del sueño:
un círculo de símbolos trazados en el suelo con ceniza y sangre seca.

En el centro, descansaba un libro abierto.
El cuero de su cubierta tenía marcas de uñas y estaba atado con un hilo rojo.
El mismo hilo de sus pesadillas.

Amara se arrodilló frente a él.
La tinta de las páginas parecía moverse, ondular, como si el texto respirara.
No necesitó leerlo: recordaba esas palabras.
Era la voz de su abuela, susurrándolas cada noche antes de dormir, creyendo que eran plegarias.
Pero no lo eran.
Eran promesas.

“Si el silencio me reclama, le daré un nombre.
Si el vacío me llama, le daré un cuerpo.
Que mi sangre guarde su eco.”

La última línea estaba escrita con letra infantil.
Su letra.

El aire se quebró.
El sonido vino desde el espejo del fondo del pasillo: un gemido largo, bajo, como un lamento contenido durante años.
El cristal comenzó a empañarse desde dentro, y una mano se apoyó contra el vidrio.
Una mano idéntica a la suya.

Amara retrocedió.
El reflejo no la imitaba: sonreía.
Y en su cuello, brillaba el mismo crucifijo oxidado que ahora quemaba el pecho de la Amara real.

—Tú no debías nacer —dijo la voz del reflejo, pero el sonido no salió del espejo… sino de su propia garganta.

Las velas se apagaron todas a la vez.
La oscuridad fue total, salvo por una línea de luz que se filtraba desde debajo de una puerta cerrada al final del pasillo.
Esa puerta, lo sabía, conducía al sótano.
El lugar del que su abuela siempre la alejaba, y que en cada sueño marcaba el fin.

El crucifijo comenzó a vibrar contra su piel.
El mismo símbolo espiral que había visto en la farmacia empezó a formarse en el metal, ardiendo con un resplandor morado.

Una voz —la de su abuela, esta vez más clara, casi maternal— murmuró en su oído:
—No temas al silencio, Amara.
—¿Abuela…?
—Teme lo que el silencio recuerda.

Y el cerrojo del sótano se abrió solo, con un clic que sonó como un disparo.

Amara dio un paso.
El aire la envolvió con un frío antiguo, de siglos, como si la casa exhalara su aliento por primera vez.

Bajó.
Y entonces entendió por qué la habían llamado,
por qué el sueño la perseguía desde los quince,
y por qué su nombre estaba grabado en el altar:

Ella no había heredado la casa.
La casa la había reclamado.

El aire dentro del sótano era más denso que la memoria.
Olor a aceite rancio, tierra húmeda y algo más antiguo, imposible de nombrar.
Las sombras parecían retorcerse entre las paredes de piedra, como si se alimentaran del miedo, y cada paso de Amara hacía que crujieran los cimientos, recordándole que cada tabla había sido pisada antes… por alguien más.

Al fondo, un círculo de luz difusa revelaba lo que hasta entonces había permanecido oculto: un altar pequeño, tallado directamente en la roca, cubierto de ceniza y tierra.
En el centro, un cuenco de barro similar al del altar principal, pero lleno de un líquido oscuro que parecía moverse por voluntad propia.
Sobre el cuenco, descansaban los restos de un pacto: tres pequeñas cicatrices de sangre seca, marcadas con símbolos que ardían levemente con cada parpadeo de Amara.

El corazón de Amara latía con fuerza, y la voz de su abuela reverberaba en su mente, indistinguible de la suya propia:
—Mi sangre guarda el eco de aquello que el silencio reclama.

Entonces entendió.
El pacto de su abuela no era una promesa para proteger a la familia: era un sello, una concesión de su propia vida a la casa.
Cada generación debía ofrecer su sangre, su eco, para mantener encerrado al espíritu que habitaba en el vacío de las paredes.
Cada nombre escrito, cada plegaria recitada como inocente canto infantil, había sido un contrato de vida y muerte, un juramento tejido con miedo y amor a partes iguales.

El cuenco vibró.
El líquido en su interior se onduló y formó un rostro conocido: el de Amara, pero desfigurado, sonriente de manera imposible.
El reflejo habló sin palabras: un susurro que resonó directamente en sus huesos.
Es tu turno. Es tu sangre. Es tu eco.

El crucifijo ardía ahora en su pecho, pulsando al ritmo de algo más viejo que la memoria humana.
Amara comprendió que la casa no tenía tiempo. Cada sombra, cada gemido, cada latido de su corazón estaba atrapado en un ciclo eterno.
Y que ella ya no podía distinguir dónde terminaba y comenzaba el mundo: si estaba viva, muerta, o poseída por la misma esencia de Calavéria.



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En el texto hay: paranormal, terror, suspenso

Editado: 10.10.2025

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