El centro de Calavéria estaba silencioso, como si la ciudad misma contuviera la respiración.
Las calles empedradas reflejaban la luz pálida de las farolas, y las fachadas de piedra parecían observar a los transeúntes con una paciencia antigua.
Gatos negros cruzaban las sombras, desapareciendo antes de que alguien pudiera seguirlos con la mirada.
Amara caminaba junto a Gabriel, su crucifijo oculto bajo la ropa, el medallón antiguo presionando contra su pecho.
—Tenemos que hablar con la gente —dijo él—. Si queremos entender cómo la casa reclama a cada generación, necesitamos escuchar los ecos que han quedado en este pueblo.
Amara asintió, aunque un temblor le recorría la espalda. Cada paso que daba la acercaba a memorias que no había querido enfrentar.
Se detuvieron frente a la plaza principal, donde las casas viejas y los cafés olvidados parecían contener susurros antiguos. Allí, junto a la fuente seca, una anciana delgada y encorvada los observaba:
—Ah… ustedes buscan la verdad de la casa —dijo con voz temblorosa—. No todos sobreviven a escucharla.
Gabriel se adelantó, presentándose y explicando su intención de investigar los ecos del linaje de Amara.
La anciana asintió y comenzó a guiarlos por callejones y plazas, nombrando a personas que aún recordaban a la abuela de Amara y a su familia.
—Ella… tu abuela —dijo, con ojos húmedos—, tenía un don, pero también un secreto terrible. Sabía que la Casa del Silencio podía reclamar a cualquiera que se acercara demasiado a sus memorias.
Amara sintió un escalofrío. Cada palabra parecía resonar dentro de su cuerpo, como si las paredes de la casa le devolvieran cada eco pronunciado en voz alta.
Entonces, entre la multitud que se congregaba curiosa y silenciosa, vio un rostro que la paralizó: Leonardo, un hombre que había conocido en su infancia, cuando vivía en Calavéria, un amigo de juegos que desapareció de su vida sin explicación.
—Leonardo… —susurró—. ¿Eres tú?
Él la reconoció de inmediato. Sus ojos estaban llenos de sorpresa, pero también de una tristeza que parecía cargada de siglos.
—Amara… no esperaba encontrarte así —dijo—. He escuchado historias sobre tu familia, sobre la Casa del Silencio. Mi madre me contaba, pero nadie creía que alguien de tu generación sobreviviera al ritual.
Amara sintió cómo el pasado y el presente se entrelazaban.
—¿Sabes algo sobre la abuela? —preguntó—. Algo que pueda ayudarnos a entender… todo esto.
Leonardo asintió, bajando la voz mientras los demás miraban con curiosidad desde lejos.
—Sí. Tu abuela… ella protegió al pueblo de algo que la casa reclamaba. Cada generación de su familia era un riesgo, y ella usaba rituales, plegarias y pactos incompletos para retrasar el eco. Pero no siempre funcionaba. Hubo quienes desaparecieron… y otros que quedaron atrapados, sus memorias usadas para sostener la casa.
Gabriel y Amara intercambiaron una mirada: todo coincidía con lo que habían descubierto en los libros y manuscritos.
—Necesitamos registrar todo —dijo Gabriel—. Cada memoria, cada relato. Solo así podremos entender el patrón de la casa y cómo detenerla.
Leonardo los condujo a una pequeña biblioteca olvidada detrás de un café antiguo. Allí, entre documentos amarillentos, diarios y recortes de periódicos, comenzaron a reconstruir la historia:
Cómo la abuela de Amara había aprendido a escuchar los ecos de la casa.
Cómo había realizado pactos incompletos para proteger a su linaje y al pueblo.
Cómo cada generación había contribuido involuntariamente al crecimiento del eco de la casa, dejando fragmentos de su voluntad atrapados en las paredes, la madera y los objetos familiares.
Amara comprendió algo aterrador y fascinante: la Casa del Silencio no solo reclamaba a su linaje, sino que absorbía la memoria colectiva del pueblo, convirtiendo a cada habitante que tocaba en un fragmento de su poder.
—Esto es mucho más grande de lo que imaginé —murmuró, con un nudo en la garganta—. La casa… no solo nos observa, nos consume todos.
Leonardo asintió, sus ojos reflejando miedo y respeto:
—Por eso tu abuela mantuvo secretos y rituales. Ella protegió a muchos, pero sabía que algún día alguien tendría que enfrentarse a la casa directamente. Ese alguien eres tú.
Amara cerró los ojos, sintiendo el peso de siglos de memoria, voces y pactos que habían convergido en ella.
—Entonces… no podemos solo huir —susurró—. Debemos aprender a escuchar, a responder, a no dejar que nos reclame.
Gabriel tomó su hombro con firmeza:
—Exacto. Y con Leonardo y la memoria del pueblo, tenemos nuestra oportunidad. Pero la Casa del Silencio no perdona los errores.
Y mientras la luz de la tarde iluminaba la piedra y la ceniza de Calavéria, Amara comprendió que su batalla apenas comenzaba, y que la ciudad, sus habitantes y los secretos de generaciones enteras estaban todos ligados al eco que debía aprender a controlar.
El sol comenzaba a caer sobre Calavéria, tiñendo las piedras del pueblo con un naranja sangriento.
En las plazas, los habitantes decoraban con calabazas talladas, velas y guirnaldas de hojas secas, mientras los niños corrían entre los callejones, disfrazados de fantasmas y brujas.
El aire olía a pan recién horneado, castañas asadas y especias, mezclándose con el polvo de la ciudad antigua y un toque de humo que nadie parecía notar.
Amara caminaba entre las calles, su medallón colgando sobre el pecho, sintiendo los ojos de la Casa del Silencio sobre ella, incluso a la distancia.
—Es… hermoso —susurró, observando a los niños gritar de alegría y correr en círculos—. Casi olvido que algo tan oscuro acecha entre estas calles.
Gabriel la siguió, sonriendo levemente ante la escena.
—La vida sigue, incluso con ecos y pactos antiguos. Esto también forma parte de lo que protege tu abuela: que la memoria no consuma todo.