La niña tenía apenas ocho años cuando la casa se tragó a su familia.
No hubo llanto. Solo el silencio, ese silencio pesado que parecía flotar sobre los pasillos, respirando con cada parpadeo suyo. Las paredes exhalaban un aroma metálico, dulce y repulsivo a la vez, como sangre seca bajo la madera.
Se llamaba Eveline Vitteri.
La única sobreviviente del sacrificio.
La marca en su muñeca —una espiral formada por tres líneas entrelazadas— ardía por las noches, como si alguien intentara escribir desde dentro de su piel.
Durante los primeros años, Eveline no hablaba. Se movía por la Casa como una sombra más, escuchando las voces que susurraban entre las rendijas del suelo.
A veces, la voz de su padre.
Otras, los murmullos de su madre, pidiendo descanso.
Aprendió a no responder.
Aprendió que mirar al espejo era invitar al eco, y que pronunciar su propio nombre dentro de la Casa era una forma de invocarlo.
Pasaron los años. El pueblo de Calavéria comenzó a cambiar. Los habitantes hablaban de desapariciones, de luces que se encendían solas en las ventanas de la mansión Vitteri, de cantos lejanos que surgían a medianoche.
Los niños jugaban a acercarse al portón y escuchar los susurros, pero pocos se atrevían a cruzar el umbral.
Eveline creció en ese rumor constante, temida y reverenciada.
Su cabello se volvió tan negro como el hollín de las velas que encendía cada noche para contener los espíritus atrapados.
Fue ella quien descubrió que el eco no podía ser destruido, solo aplacado.
Y así comenzó la tradición.
Cada generación, una mujer de la sangre Vitteri debía realizar el Ritual del Recuerdo, un conjuro de contención y sacrificio menor que apaciguaba el hambre de la Casa.
Un rito de silencio y sangre, donde el guardián —siempre una descendiente directa— debía ofrecer una memoria, un fragmento de su vida, a cambio de la paz del pueblo.
Eveline fue la primera.
La noche del ritual, el cielo sobre Calavéria se oscureció por completo. El aire olía a cera, a hierro y a tierra húmeda.
Eveline, vestida de blanco, se arrodilló frente al altar de su padre, sosteniendo un espejo antiguo cubierto de polvo.
En él se reflejaba no su rostro, sino la sombra de Malachai: sus ojos ardían como brasas, su sonrisa era la de un dios que exigía tributo.
—Padre —susurró ella, sin lágrimas—. Has condenado nuestro nombre, pero yo no permitiré que el eco te libere.
Con un cuchillo de plata cortó un mechón de su cabello y lo sumergió en la copa de sangre y cera. Luego, recitó las palabras que había aprendido en sueños, las mismas que su padre había usado para sellar el pacto:
“Si el silencio reclama, le daré un nombre.
Si el vacío me llama, le daré un cuerpo.
Que mi sangre guarde su eco.”
Pero añadió su propia frase, una alteración que marcaría el inicio de una nueva línea de guardianas:
“Y si el eco me devora, que mis hijas lo contengan.”
Desde entonces, la Casa se calmó. Los susurros menguaron. El aire dejó de temblar.
El pueblo volvió a respirar.
Eveline se convirtió en leyenda.
Una mujer que jamás envejecía ante los ojos de los aldeanos, que caminaba al amanecer con un farol en la mano, dejando líneas de sal frente a las puertas.
Los niños la llamaban La Dama del Silencio, y las madres rezaban para no soñar con su nombre.
Con los años, Eveline comprendió que su tarea no era destruir la Casa, sino mantener el equilibrio.
El eco de Malachai era demasiado antiguo, demasiado profundo.
Solo podía contenerse mediante un ciclo de memoria y sacrificio: cada descendiente debía renunciar a una parte de sí —su voz, su amor, su recuerdo más puro— para mantener a raya el hambre de la Casa.
Antes de morir, Eveline dejó un cuaderno envuelto en tela roja, sellado con cera y una inscripción:
“A quien herede la marca:
No busques redención.
Busca comprensión.
El eco no es tu enemigo.
Es tu reflejo.”
Ese cuaderno pasó de generación en generación, y su última poseedora antes de Amara fue Isabel Vitteri, la abuela que comprendió que el pacto no se había roto… solo dormía.
El día en que Isabel murió, la Casa despertó de nuevo.
El eco, hambriento tras años de silencio, buscó a su nueva heredera...
Su nombre se perdió en los registros del pueblo.
Algunos la llamaron Seraphine Vitteri, otros simplemente “la hija del Silencio”.
Era la descendiente de Eveline, nacida bajo un eclipse de luna roja, cuando las campanas de Calavéria repicaron solas, sin manos que las movieran.
Desde el día en que abrió los ojos, la Casa la reconoció.
Las paredes vibraban cuando pasaba, los espejos se empañaban con su reflejo, y las voces —aquellas que Eveline había contenido por décadas— susurraban su nombre incluso antes de que aprendiera a pronunciarlo.
Eveline, envejecida y cansada, la preparó durante años: le enseñó los salmos de contención, las marcas de sal y ceniza, y las palabras que mantenían el eco dormido.
Pero Seraphine no aceptaba el ciclo.
No quería contener la maldición.
Quería destruirla.
—No podemos seguir ofreciendo pedazos de nuestra alma —le dijo a su madre una noche—. Si lo mantenemos, lo alimentamos.
—El eco no muere, hija. Solo duerme.
—Entonces lo haré soñar con su propio fin.
Eveline la miró con un temor que nunca había sentido ni siquiera ante su padre.
Sabía que la rebeldía de su hija despertaría algo antiguo… algo que incluso el eco temía.
Cuando Eveline murió, la Casa volvió a gemir.
Seraphine no lloró.
Encendió las velas negras del altar y, en lugar de repetir el ritual de contención, comenzó su propia investigación.
Revisó los grimorios antiguos de su bisabuelo, las notas del ritual original de Malachai Vitteri, y los documentos ocultos en los sótanos de la Casa: fragmentos escritos con tinta y sangre, fórmulas incompletas, y un nombre que se repetía como una amenaza en cada página: