La Ciudad Del Silencio

VIII. Las Voces del Cristal

El silencio dentro del espejo tenía cuerpo.
No era vacío, sino una sustancia densa, tibia, que se adhería a la piel como una respiración ajena.
Amara flotaba entre fragmentos de luz suspendida, rodeada por los ecos de su propio latido.

Las paredes eran cristal líquido, y en cada superficie se reflejaban rostros femeninos: ojos apagados, bocas selladas, manos en plegaria.
Eran las mujeres de su linaje.
Todas la miraban.
Todas esperaban.

De la bruma surgió una figura envuelta en velos de sombra y plata: Eveline Vitteri, la primera.
Su cabello blanco parecía arder bajo un resplandor que no venía de ninguna fuente.
A su lado, con el rostro marcado por siglos de pena, apareció Seraphine, su heredera.

—Amara… —susurró Eveline—. La sangre te ha traído.
—He venido a detenerlo —respondió ella—. A destruir el eco.

Seraphine negó lentamente, con tristeza en los ojos.
—No se destruye lo que nació del deseo humano. Solo se puede contener… o comprender.

Las voces de las demás mujeres comenzaron a murmurar alrededor, formando un coro apenas audible.
“Doce… doce…”
El eco repetía el número como si fuera una plegaria.

Amara dio un paso atrás.
—¿Qué significa?

Eveline levantó una mano. Su piel era casi translúcida.
—Desde que Malachai invocó al eco, once de nosotras hemos cargado con su sombra.
Cada una reforzó el sello con su vida, con su memoria, con su fe quebrada.
—Tu abuela fue la onceava —añadió Seraphine—. La última en mantenerlo dormido.
—Y tú… —Eveline la miró con solemnidad— eres la duodécima. La que cerrará el círculo.

El aire se agitó.
Las imágenes de las once mujeres se alzaron del cristal: monjas, curanderas, viudas, niñas…
Todas distintas, todas unidas por el mismo fuego en los ojos.

—Nosotras fuimos las guardianas de la Casa —dijo Seraphine—.
—No para protegerla —agregó Eveline—, sino para proteger al mundo de lo que respira dentro de ella.

El suelo tembló.
Una grieta luminosa se abrió bajo los pies de Amara.
Desde su interior emergió una voz, la voz del eco, tan profunda que dolía:

“Doce veces el silencio.
Doce veces la voluntad negada.
Doce veces la sangre que promete.”

Amara cubrió sus oídos, pero las palabras se filtraban directo a su mente.
—¿Por qué yo? —gritó.
—Porque naciste con su nombre —respondió Seraphine—.
—Porque el eco necesita ser recordado para morir —susurró Eveline—.
—Y solo quien lleve su voz puede darle fin.

El espacio comenzó a girar.
Los cristales mostraron escenas del pasado: Malachai en su estudio, trazando símbolos con la sangre de su hija; Eveline arrodillada frente a un altar; Seraphine sosteniendo un espejo roto.
Y luego… su abuela.
De pie frente a la Casa, pronunciando las mismas palabras que Amara había escuchado en sueños:

“Si el silencio me llama, lo escucharé.
Pero no lo obedeceré.”

Amara lloró.
—Ella sabía que yo vendría.
—Todas lo sabíamos —dijo Seraphine con voz quebrada—.
—Pero no podíamos advertirte sin despertar al eco.

El espejo vibró con una energía viva.
Las sombras se retorcieron, adoptando una forma humana.
El rostro de Malachai Vitteri emergió de la oscuridad, hecho de humo y memoria.

—Once voces no bastaron —dijo con voz de trueno—.
—La duodécima traerá la unidad o el olvido.
—Si me niegas, vivirás conmigo.
—Si me aceptas, morirás como yo.

Eveline y Seraphine se colocaron frente a Amara.
Sus figuras se volvieron luz, dibujando sobre el suelo una espiral abierta, idéntica a la marca que palpitaba en la muñeca de la joven.

—Aún no puedes enfrentarlo —advirtió Eveline—.
—Primero, deberás recordar las once vidas antes de la tuya —añadió Seraphine—.
—Y entender que el eco no habita solo la casa… habita la culpa.

Las sombras comenzaron a cerrarse.
El espejo se volvió un corazón pulsante de cristal negro.
Eveline tocó el rostro de Amara por última vez.

—Cuando despiertes, escucha a la casa.
—Ella te dirá lo que nosotras no pudimos.

Y la luz se apagó.

Amara cayó de rodillas, con el sonido de miles de voces susurrando su nombre.
No eran fantasmas.
Eran recuerdos.
Eran las once mujeres que la habían precedido.

Ahora ella era la duodécima.
La última guardiana.
La que debía poner fin al eco…
o convertirse en su eco eterno.

El suelo la recibió como un cuerpo sin dueño.
El aire en el sótano estaba inmóvil, denso, con olor a cera derretida y piedra vieja.
Cuando Amara abrió los ojos, el mundo era un borrón gris; su piel ardía, y en su muñeca, la espiral de la marca latía con una luz dorada y tenue.

—Amara… —Elias la sostenía entre sus brazos, la voz cargada de incredulidad y miedo—. Te habías ido. Desapareciste frente a mí.
Ella respiró con dificultad, los labios partidos, la mirada aún atrapada entre dos realidades.
—No… no me fui —susurró—. Solo crucé al otro lado.

Elias la observó sin entender.
—¿Qué viste?
Amara bajó la mirada. Su voz era apenas un hilo.
—A las once.
—¿Once qué?
—Las once mujeres que vinieron antes que yo.
—¿Tus antepasadas?

Ella asintió lentamente.
—Eveline y Seraphine me hablaron… y me mostraron el ciclo. Cada generación contuvo al eco, una a una. Mi abuela fue la onceava.
—¿Y tú?
—Soy la duodécima —dijo con un hilo de voz—. La última.

El silencio cayó entre ellos.
Solo el leve goteo de agua desde el techo acompañaba sus respiraciones entrecortadas.
Elias la ayudó a ponerse de pie; la casa parecía escuchar.
Los tablones crujían como si algo invisible se moviera bajo el suelo.

—Dijeron que aún no puedo enfrentarlo —continuó Amara—. Que primero debo reunir los recuerdos que quedaron de ellas… los fragmentos que la casa dispersó para mantener al eco dormido.



#676 en Thriller
#315 en Misterio
#213 en Paranormal

En el texto hay: paranormal, terror, suspenso

Editado: 10.10.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.