La Ciudad Del Silencio

IX. La noche de los muertos

Dicen que en Calavéria nadie duerme durante la noche de los muertos.
Las campanas suenan doce veces, y el aire se llena de susurros que emergen del suelo.
Nadie se atreve a mirar por la ventana.

El pozo sigue allí, cubierto de lirios marchitos.
Si uno se acerca, el agua parece moverse, como si respirara.
A veces, dicen, refleja el rostro de una mujer con el cabello mojado, que sonríe con ternura y murmura:
“Gracias por escucharme.”

Y al amanecer, el pozo está quieto otra vez,
pero alguien más ha desaparecido de la ciudad.

El reloj del hostal marcaba las once y cuarenta.
Afuera, los tambores y las risas del pueblo se deshacían entre el eco de las campanas.
El Día de los Muertos llegaba a su fin, y con él, la única noche en que los portales entre vivos y muertos aún respiraban.

En la habitación solo ardía una vela.
Sobre la mesa, el anillo ennegrecido de Eveline y el espejo cuarteado de Seraphine descansaban uno junto al otro, desprendiendo un calor tenue, casi orgánico.
El aire olía a cera, metal y a algo más… algo antiguo, como tierra abierta.

—Entonces solo tenemos estos dos —dijo Leonardo, rompiendo el silencio—. ¿Y el resto? ¿Dónde demonios buscamos once fragmentos en una noche?

Amara no respondió de inmediato.
Sus ojos estaban fijos en los objetos.
Podía sentir el pulso de ambas mujeres latiendo bajo el metal y el vidrio, como si sus almas aún respiraran.

—No necesitamos los once —dijo finalmente, en voz baja—. Solo los que respondan al llamado esta noche.

Isabel frunció el ceño.
—¿El llamado? ¿De quién?

Amara levantó la mirada.
—De la Casa. Del eco. De ellas. Todo está conectado.
—Eso suena a suicidio —murmuró Leonardo, encendiendo un cigarrillo—. No sabemos lo que nos espera ahí arriba.

Elias se apoyó en el marco de la ventana.
Afuera, el resplandor naranja de las linternas moría con el viento.
—La torre del campanario es el corazón —dijo—. Si algo tiene poder para despertar los recuerdos… será allí.

Amara asintió.
—La Casa fue construida sobre el altar del primer pacto.
Ahí Malachai se fundió con el eco.
Ahí Seraphine selló a su madre.
Ahí terminó Eveline.
Todo comenzó en el campanario… y todo debe acabar allí.

Isabel tragó saliva.
—¿Y si no terminamos a tiempo?

La llama de la vela se agitó, proyectando sus sombras sobre las paredes.
La marca en la muñeca de Amara comenzó a arder con una luz rojiza.
Ella lo sabía: el amanecer sería la frontera.

—Cuando el sol toque la torre —susurró—, los portales se cerrarán. Y si el eco no está contenido…
—¿Qué pasará? —preguntó Elias.

Amara respiró hondo, la voz quebrada pero firme:
—Todo lo que la casa ha devorado… saldrá.
No solo los muertos, sino sus recuerdos. Sus miedos. Sus odios. Todo.

El silencio volvió a caer sobre ellos.
Solo el tic-tac del reloj acompañaba la tensión que crecía entre respiraciones.

Isabel acarició el espejo, como si temiera romperlo.
—¿Y si nos equivocamos? ¿Y si no era esto lo que querían?

Amara la miró con una calma extraña, casi triste.
—No hay equivocación. Solo destino. Eveline me dijo que yo pondría fin al ciclo, pero no me dijo cómo.
—Quizás porque no se puede —dijo Leonardo, apagando su cigarrillo en un vaso vacío—.
—O porque solo puede hacerlo alguien dispuesto a perderse —replicó Elias, mirando a Amara con una mezcla de admiración y miedo.

Ella sonrió apenas.
—Eso ya lo decidí la noche que crucé el espejo.

La vela se apagó.
Durante un instante, la oscuridad fue absoluta.
Y entonces, el sonido de la campana del reloj municipal atravesó el aire.

Doce campanadas.
Cada una resonaba dentro del pecho como una advertencia.
Amara tomó el anillo, luego el espejo.
Ambos objetos ardieron con un resplandor blanco, y el aire se llenó de murmullos.

“Duodécima… ven al corazón de la piedra.
Donde la voz duerme, el silencio se rompe.”

Leonardo se levantó de golpe.
—¿Lo escucharon?
Isabel asintió, temblando.
—Fue una voz… femenina.
—Fueron once —dijo Amara, guardando los objetos—. Las once que esperan.

Elias la tomó del brazo.
—Entonces vayamos. Antes de que amanezca.

Salieron del hostal bajo una neblina espesa.
El pueblo dormía, pero los faroles parpadeaban como si presintieran lo que se acercaba.
A lo lejos, el campanario de la Casa del Silencio se alzaba contra el cielo, negro como un diente roto.

Cada paso que daban hacia él resonaba sobre las piedras húmedas, acompañado por un murmullo bajo, casi un canto antiguo.
Amara sintió el peso de once generaciones detrás de ella… y el suspiro del eco esperándola delante.

Solo quedaban unas horas.
Solo una noche.
Y si fallaban, la Casa hablaría con todas las voces del mundo.

El campanario se alzaba como un hueso antiguo, gris bajo la neblina.
Sus campanas, mudas desde hacía décadas, pendían del techo como cuerpos ahorcados.
El aire allí dentro olía a hierro, cera derretida y tiempo detenido.

Amara subió los escalones, con Elias, Leonardo e Isabel detrás.
Cada paso hacía crujir la madera, como si la torre protestara su presencia.

En el centro, un altar olvidado.
Encima, un relicario vacío, cubierto por polvo y pétalos secos.
Amara colocó sobre él los dos objetos que poseían: el anillo de Eveline y el espejo cuarteado de Seraphine.

El viento sopló desde el ventanal roto, moviendo las sombras como si tuvieran vida propia.
El espejo comenzó a vibrar.
Primero un zumbido, luego un murmullo… y al fin, una voz.



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En el texto hay: paranormal, terror, suspenso

Editado: 10.10.2025

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