El viento cambió.
La niebla, que hasta entonces cubría el campanario, se arremolinó en un espasmo repentino, como si algo en ella respirara.
Un murmullo ancestral —ni voz ni viento— comenzó a rodearlos.
Isabel fue la primera en verlo:
dos luces diminutas cayendo desde lo alto, girando como estrellas muertas.
Amara extendió las manos y las atrapó.
Eran pendientes antiguos, de plata ennegrecida, con un cristal violeta en forma de lágrima.
El aire se tensó.
El espejo de Seraphine tembló sobre la mesa, y dentro de su superficie apareció, por un instante, el rostro de Althea Vitteri, más joven, más viva.
—El fragmento me reconoce —susurró Amara—.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Elias, acercándose.
—No los toquen —dijo ella, con voz hueca—. Solo yo puedo sostenerlos.
Y cuando los pendientes rozaron su piel, la realidad se quebró.
El campanario se deshizo en un soplo de polvo y ceniza.
Todo se volvió gris y líquido, y Amara cayó hacia atrás, dentro del reflejo del espejo, dentro de la memoria.
Flashback: El Ritual de la Tercera
Althea Vitteri tenía apenas veinte años.
Su cabello era tan negro que la luz no se atrevía a tocarlo.
La noche era del color del hierro, y la lluvia caía sobre el techo de la Casa del Silencio, todavía nueva, viva.
El eco dormía entonces, encadenado bajo los cimientos.
Pero algo en él la llamaba.
“Recuerda”, decía la voz. “Yo puedo devolverte lo que perdiste.”
Althea había perdido a su hijo.
Su alma se había marchado entre los muros el mismo día que el eco despertó por primera vez.
Y en su dolor, buscó un modo de hablarle… de escucharlo una vez más.
Construyó el círculo en el ático:
doce símbolos grabados con su propia sangre, y en el centro, un espejo cubierto con un velo negro.
A su alrededor, velas talladas con palabras en una lengua que ningún humano recordaba.
Su voz era firme cuando comenzó el conjuro.
“Oh silencio que respira,
oh eco que no olvida,
concédeme oír lo que la muerte calla.”
El espejo respondió con una ondulación leve, como si un alma intentara emerger desde dentro.
Y entonces, un rostro se formó.
No era el de su hijo.
Era el de algo más antiguo.
Los ojos del reflejo eran pozos de obsidiana.
La voz no era voz, sino pensamiento, que entró en ella como un veneno dulce.
“Si deseas escuchar, da a la casa tu nombre.
Ella te recordará en su carne,
y yo en su memoria.”
Althea tembló.
Sabía que su padre, Malachai, había hecho el mismo trato.
Sabía lo que costaba.
Pero su amor por su hijo fue más fuerte.
Tomó los pendientes de su madre, las únicas reliquias de su linaje, y los colocó sobre el altar.
Uno representaba la palabra, el otro el recuerdo.
Los unió con un hilo de su propio cabello, y los sumergió en la sangre del ritual.
—Que mi voz permanezca donde mi cuerpo muera —dijo, y sus ojos se llenaron de lágrimas—.
—Que quien herede mi sangre, herede también mi eco.
El espejo explotó en luz.
El eco gritó desde el suelo, rompiendo los cimientos.
Y Althea, antes de ser arrastrada por el reflejo, alcanzó a pronunciar la última promesa:
“Habrá una duodécima,
y ella oirá donde yo fui sorda.
Ella recordará.”
Regreso al presente
El cuerpo de Amara cayó de rodillas en el suelo del campanario.
Elias la sostuvo, pero ella ya no parecía verlos.
Sus ojos estaban completamente blancos, iluminados desde dentro.
El aire vibraba con la misma energía del ritual.
Las campanas comenzaron a balancearse sin ser tocadas.
Amara abrió la boca, y una voz que no era la suya salió de ella:
—Yo soy la voz que no fue oída.
El fragmento está en mí.
Los pendientes flotaban frente a ella, girando lentamente.
Dentro de los cristales violetas se reflejaban doce sombras femeninas.
La línea de su sangre.
La herencia de once siglos de silencio.
Isabel retrocedió.
—Elias… ¿qué está pasando?
—Está viendo lo que ninguna otra pudo —respondió él, con miedo y reverencia mezclados—.
El eco la está reconociendo como la última.
Amara tomó los pendientes y los colocó sobre su pecho.
Un destello recorrió la habitación, marcando sus venas con luz.
Cuando habló, su voz tenía la cadencia de todas las anteriores: Eveline, Seraphine, Althea, y las demás.
—El tercer fragmento despierta.
Y con él… el nombre se acerca.
Las sombras se alzaron por las paredes.
El eco, invisible, suspiró satisfecho desde lo más profundo de la torre.
“Doce nacerán…
Doce callarán…
Solo una romperá el círculo.”
Amara cerró los ojos.
Sabía que había sido elegida no solo para sellar el eco…
sino para recordar a las once que lo habían sostenido antes que ella.
Y en algún rincón del campanario, una voz muy antigua —la de Althea— murmuró:
“Recuerda, duodécima.
Lo que se recuerda, no muere.
Lo que se olvida… vuelve.”
El campanario estaba en penumbra, teñido de un resplandor azul que parecía emanar del propio suelo.
Amara yacía sobre las frías losas, los pendientes de Althea colgando aún de sus dedos.
Elias la observaba, con el rostro pálido.
—¿Amara? —preguntó en voz baja.
Ella abrió los ojos lentamente.
Sus pupilas parecían dos espejos.
—Estoy aquí —susurró—, pero la casa… también está aquí conmigo.
Leonardo se acercó con una manta, mientras Isabel encendía una vela para disipar la neblina que seguía flotando en el aire.
La llama tembló, dibujando sombras que parecían letras sobre la pared.