La Casa del Silencio se alzaba frente a ellos, inmensa y silenciosa, con sus ventanales oscuros como ojos vacíos que parecían juzgar cada pensamiento y cada recuerdo.
La neblina del bosque envolvía al grupo, y el aire tenía un aroma húmedo, como tierra recién removida, mezclado con un olor metálico que parecía emanar de la misma casa.
Amara sostenía los pendientes de Althea y el collar de Isolde, mientras el anillo de Eveline brillaba tenuemente en su dedo.
—La quinta guardiana dijo: “donde la sombra abraza la luz más pura” —dijo, su voz temblando apenas—.
—Eso suena… imposible —replicó Isabel, frotándose los brazos—.
—No es imposible —dijo Elias—. Solo es un acertijo. Y estos acertijos tienen raíces en recuerdos.
Se quedaron afuera, caminando entre las sombras, tratando de percibir algo, cualquier señal del fragmento de Celandine.
Cada crujido de la tierra, cada hoja que caía, parecía un mensaje cifrado de la guardiana.
Amara cerró los ojos, tratando de sentir la vibración de la memoria, pero el eco, paciente, se mantenía oculto, impidiendo que los fragmentos fueran percibidos fácilmente.
Leonardo se detuvo de repente, mirando hacia el bosque.
—Creo que lo entiendo —dijo, con una expresión que mezclaba sorpresa y nostalgia—.
—¿Qué entiendes? —preguntó Amara, acercándose—.
—Celandine no habría escondido su fragmento en un lugar sin significado. Siempre los acertijos de las guardianas están ligados a experiencias personales.
Amara frunció el ceño.
—¿Experiencias personales?
Leonardo asintió.
—Cuando éramos niños, tú y yo jugábamos cerca de este lugar. Antes de que todo cambiara… aquel viejo cobertizo en el jardín trasero, cubierto de hiedra y musgo, donde la luz se filtraba entre las tablas y creaba formas que parecían moverse…
—¿El lugar donde construimos nuestra “fortaleza secreta”? —susurró Amara, con una mezcla de sorpresa y emoción—. Allí nos sentábamos horas inventando mundos… inventando nuestras propias reglas.
Leonardo sonrió con melancolía.
—Sí. La sombra de las tablas, la luz que se colaba por las rendijas… “la sombra abraza la luz más pura”. Era exactamente eso. Celandine lo usó como metáfora de su fragmento.
—Entonces… ese lugar sigue siendo especial, incluso después de todos estos años —dijo Amara, sentida, mientras recordaba los días que compartieron antes de que la Casa reclamara su destino—.
—Lo especial no es solo el lugar —dijo Leonardo—. Es nosotros, lo que recordamos y cómo lo recordamos. Si usamos este recuerdo, podemos encontrar su fragmento.
El grupo permaneció en silencio unos segundos, dejando que el peso de los años y de los recuerdos llenara el aire húmedo del bosque.
—Entonces vamos —dijo Amara, apretando los fragmentos contra su pecho—. Si el acertijo de Celandine es correcto, allí encontraremos lo que necesitamos.
Siguieron un sendero oculto, cubierto de hojas secas y raíces que se enredaban como dedos protectores.
El aire estaba cargado de historia, y el murmullo del río cercano parecía susurrar: “Recuerda lo que fuimos, y podrás avanzar”.
Al doblar una curva, apareció el viejo cobertizo. La madera estaba agrietada, la hiedra cubría gran parte de su fachada, pero entre las rendijas de las tablas, la luz del atardecer dibujaba sombras danzantes sobre el suelo.
—Es aquí —dijo Leonardo, deteniéndose frente a la puerta—.
—Sí… —Amara sintió un nudo en la garganta. La memoria de su infancia, de juegos inocentes, de risas y secretos compartidos con Leonardo, los rodeaba. Incluso el eco parecía esperar en silencio, midiendo sus pasos.
Amara se inclinó hacia el interior y vio un pequeño cofre escondido entre las tablas y raíces que abrazaban la estructura.
—Ahí está —murmuró, su respiración entrecortada—.
Leonardo se acercó, levantando suavemente la tapa del cofre. Dentro, un relicario de plata con un símbolo antiguo grabado descansaba, irradiando una luz casi imperceptible que parecía vibrar al contacto de Amara.
—El fragmento de Celandine… —susurró Amara, tocando el relicario.
—Bien hecho —dijo Isabel, con una sonrisa de alivio—.
—No habría funcionado sin este recuerdo compartido —respondió Leonardo, mirándola con una mezcla de ternura y determinación.
El relicario vibró contra la palma de Amara, y por un instante, pudo sentir cómo la memoria de Celandine se fusionaba con la suya, transmitiéndole la fuerza y la claridad necesarias para el próximo paso.
—Cada fragmento nos da fuerza, pero también nos recuerda lo que está en juego —dijo Amara—. El eco no nos permitirá avanzar fácilmente.
Desde la Casa del Silencio, al fondo, surgieron sombras que parecían moverse con vida propia.
El eco, silencioso pero atento, estaba consciente de que la duodécima guardiana había encontrado otro fragmento, y la oscuridad se agitaba, preparándose para su siguiente prueba.
La luz y la sombra del pasado se entrelazaban en aquel cobertizo,
recordándoles que el poder del recuerdo y la memoria compartida podría ser su única salvación.
El bosque estaba en silencio, salvo por el rugido lejano de la cascada y el murmullo del viento entre los árboles.
Amara sostenía el relicario de plata con el símbolo de Celandine contra su pecho.
—Debemos liberarlo —susurró—. Solo así avanzaremos.
Los pendientes de Althea y el collar de Isolde comenzaron a vibrar, como resonando con la energía del relicario.
Amara cerró los ojos y pronunció las palabras que sentía fluir desde su memoria:
“Fragmento de Celandine, que tu voluntad despierte,
que tu sacrificio ilumine el camino,
y que el eco reconozca la fuerza de la guardiana.”
La luz del relicario creció, envolviendo a Amara en un halo violeta.
De repente, el bosque se transformó. La cascada se volvió cristalina, las sombras danzaban en perfecta sincronía, y frente a ella apareció Celandine Vitteri, joven y resplandeciente, sosteniendo sus manos en gesto de protección.